Brasil, violencia del crimen, terror del Estado
El mayor país del continente, como toda Latinoamérica, necesita una política de seguridad democrática, capaz de proteger sin destruir


Brasil ha vuelto a mostrar al mundo el rostro más brutal de su guerra contra el crimen. Más de un centenar de cadáveres aparecieron esta semana a 15 kilómetros del centro de Río de Janeiro, tras una operación policial que el Gobierno regional, encabezado por el bolsonarista Cláudio Castro, presentó como un golpe ejemplar a la organización criminal Comando Vermelho. En realidad, fue otra jornada de horror. Los cuerpos, rescatados de entre la maleza por los vecinos y amontonados en la calle; las denuncias de ejecuciones y el silencio del Estado ante las familias son la imagen exacta de un fracaso que se repite una y otra vez: creer que la violencia puede erradicarse a balazos.
Las cifras estremecen, pero no sorprenden. Durante décadas, se ha respondido al terror del narcotráfico con una estrategia que solo multiplica el daño: la militarización de la seguridad, las operaciones masivas, la legitimación de la muerte como instrumento del orden. Jair Bolsonaro ascendió políticamente como defensor a ultranza de esa estrategia. Sus herederos políticos siguen su ejemplo: tras la operación, Castro dijo que “las únicas víctimas” de la matanza eran los cuatro agentes de policía muertos.
El narcotráfico en Brasil no es un cuerpo extraño que pueda extirparse, sino un sistema que se alimenta de la desigualdad, la impunidad y la connivencia política. En los márgenes de las grandes ciudades, los grupos criminales llenan los vacíos que dejan las instituciones públicas.
El crimen organizado no es una anomalía que se elimina con una incursión armada. Donde el Estado no garantiza justicia ni servicios básicos, los grupos criminales ofrecen protección, crédito o empleo. Combatir esa estructura requiere inteligencia financiera, instituciones sólidas y una política social que devuelva la presencia estatal a los territorios donde hace décadas solo impera la ley del miedo.
Brasil necesita una política de seguridad democrática, capaz de proteger sin destruir. No se trata de negar el poder corrosivo del crimen organizado, que extorsiona, asesina y desafía al Estado, sino de asumir que su derrota no vendrá de una guerra sin fin, sino de una transformación institucional profunda. Cada matanza celebrada como victoria debilita un poco más la legitimidad de la democracia y consolida la idea de que la violencia es el único lenguaje posible. La seguridad no se conquista con cadáveres apilados, sino con un Estado que recupere su autoridad desde la ley, no desde el miedo.
Los gobiernos de la región parecen atrapados en un dilema falso. Entre el populismo punitivo —esa promesa de mano dura que ofrece resultados inmediatos a costa de vidas humanas— y la parálisis de quienes denuncian el abuso, pero no construyen alternativas. En ambos casos, el vacío lo ocupan las organizaciones criminales. Brasil no necesita más muertos para demostrar fuerza; necesita un Estado que no confunda la autoridad con la fuerza bruta.
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