España avanza, pero nos deja sin techo
Las lectoras y los lectores escriben sobre la vivienda, las condiciones laborales de los jóvenes y la paridad en las aulas

Soy una mujer migrante y vivo en Barcelona, una ciudad donde los sueños se alquilan por 1.200 euros al mes en 40 metros cuadrados. Trabajo, pago impuestos, pero cada vez que renuevo contrato siento que el hogar se ha vuelto un espejismo colectivo: lo tocamos, lo habitamos un rato y luego nos expulsan. Para quienes tenemos papeles ya es difícil. Para quienes no los tienen, directamente no existe el derecho a habitar. Dicen que España avanza, que la vivienda es un derecho. Pero ¿qué país puede llamarse desarrollado si su gente vive en habitaciones compartidas o vuelve con miedo a encontrar una nota de desahucio pegada en la puerta? En Barcelona hay más de 10.000 pisos turísticos y apenas una fracción de viviendas públicas. Los migrantes somos los primeros en caer fuera del mapa: sin aval, sin red, sin voz. Lo que está en juego no es solo un techo; es la posibilidad misma de una vida. Porque cuando el mercado captura la casa, captura también el tiempo, la dignidad y la esperanza. Un país que no garantiza la vivienda fracasa en su tarea más básica: cuidar a quienes lo habitan. Y ese fracaso no se corrige con anuncios publicitarios, sino con justicia.
Verónica Aravena Vega. Barcelona
Negarse a ser explotados
Me han echado del trabajo porque no he pasado el periodo de prueba, como si además de los tres meses que llevaba en la empresa los cuatro anteriores en prácticas no fueran suficientes para probar si era válida o no para el puesto. Los más mayores de mi entorno dicen: “Es cosa de nuestra generación”. ¿El qué? ¿No ceder a trabajar horas extras no remuneradas? ¿Quejarnos ante un entorno laboral hostil? ¿Pronunciarnos cuando sentimos faltas de respeto de nuestros superiores? ¿No querer contestar al teléfono fuera del horario laboral? Supongo que no; no he pasado el periodo de prueba si de eso se trata. Y por desgracia toca empezar de cero, volver a trabajar sin cobrar como si te estuvieran haciendo un favor por ello y replantearte la vida una vez más, porque cada vez lo tenemos más difícil. Me gustaría pensar que aún quedan empresarios con algo de humanidad que traten a sus trabajadores con la estima que merecen. Que no basen su liderazgo en el miedo ni en la sumisión, sino en el respeto y en la empatía. Porque jugar con la necesidad de vivir, o más bien de sobrevivir, es todo menos ético.
Fátima Ordóñez Tirado. Getafe (Madrid)
Educar en igualdad y en paridad
En la clase de mi hija hay solo seis niñas. Seis niñas obligadas a establecer entre ellas una amistad necesaria, imperiosa. Un escudo que defienda sus ideas e inquietudes. Porque no importa cuántos estudios demuestren cómo las mujeres tienden a silenciar su opinión en entornos masculinizados. Ni cómo este desequilibrio las afecta a la hora de interiorizar roles. La paridad no es un criterio previsto en los procesos de matriculación escolar. Se deja al azar porque “sería discriminatorio”. Pero no lo es darle más puntos a un niño porque su padre fue antiguo alumno, por ejemplo. Lo que siento como madre es que, existiendo solicitudes suficientes, debería haber algún mecanismo que garantice que alumnos y alumnas acceden a la educación en condiciones de igualdad, como exige la LOMLOE. Porque un contexto escolar en el que todos los niños y niñas se sientan representados es la base para la construcción de una sociedad más igualitaria.
Ángela Cadiñanos. Madrid
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