Combatir el fuego con fuego
El problema no es solo que Trump sea inmoral, sino que ha construido un espacio político donde la inmoralidad no es un obstáculo sino un activo


Un Trump creado con IA pilota un caza con las palabras King Trump grabadas en el costado, sobrevuela manifestantes y les arroja excrementos. Parece claro que no estamos ante un político que oculta su crueldad, más bien la convierte en espectáculo. La obscenidad del gesto no es accidental; es el método. Trump no defiende valores tradicionales para violarlos en secreto: exhibe abiertamente su desprecio por las normas democráticas y sus seguidores lo celebran precisamente por eso. Lo que nos parece un colapso moral es, en realidad, una tecnología de poder sorprendentemente eficaz: la obscenidad performativa como estrategia política. No hay máscara ni doble moral. Sus seguidores no se engañan, más bien lo siguen porque desprecia abiertamente la moralidad. Y funciona. ¿Por qué? Tal vez genera un tipo particular de vínculo político, el goce compartido en la transgresión, porque cuando Trump viola las normas insultando, humillando o desafiando leyes, no está cometiendo errores políticos, sino ofreciendo a sus seguidores una experiencia de liberación, la fantasía de que ellos también podrían desafiar las restricciones que perciben como opresivas.
Para mucha gente, normas democráticas como la corrección política, los derechos o la institucionalidad ya no representan una protección sino una limitación que Trump promete destruir. Cada acto de crueldad explícita confirma que él, efectivamente, lo hará. La obscenidad no lo debilita, lo hace más auténtico, y lo peor es que su sadismo nos arrastra a un terreno elegido por él: cada denuncia moral, cada protesta, alimenta el espectáculo. La atención mediática que genera, incluso siendo crítica, amplifica su mensaje: “Desafío todo lo que ustedes defienden, y puedo salirme con la mía”. El escándalo no es un efecto secundario, es el combustible. Cuando siete millones de personas salen a las calles defendiendo el Estado de derecho y el presidente defeca virtualmente sobre ellas, no estamos ante un error de comunicación. Trump declara que el lenguaje político de la dignidad ciudadana, la deliberación y el respeto mutuo ya no tiene poder vinculante para él. Sus seguidores entienden perfectamente el mensaje: “Esas reglas son para perdedores”.
El problema no es solo que Trump sea inmoral, sino que ha construido un espacio político donde la inmoralidad no es un obstáculo sino un activo. No podemos criticar su hipocresía, como hacemos con los políticos tradicionales, porque él no es hipócrita, así que la tentación obvia es responder con las mismas armas: abandonar las normas y adoptar tácticas sin escrúpulos, combatir el fuego con fuego. Es la trampa que nos tiende el trumpismo. Si la oposición viola las normas para “salvar la democracia”, Trump sabrá que ha ganado a un nivel más profundo, consiguiendo que todos aceptemos que las reglas ya no importan. Aquellos siete millones que llenaron las calles rechazando reyes y defendiendo el Estado de derecho representan algo muy valioso: la negativa a aceptar que la crueldad sea inevitable. Pero el gesto corre un doble riesgo: ser políticamente ineficaz si solo es simbólico, o caer en la tentación de mimetizarse con los modos del adversario y convertirnos en aquello contra lo que luchamos. Por eso es urgente saber si alguna de las ambiciosas figuras que pueblan la política se está haciendo una pregunta inevitable: ¿existe una tercera vía entre la pureza impotente y el pragmatismo corrosivo? Porque, entre todos, hemos de encontrarla.
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