La flotilla: una defensa agridulce
La presencia de etarras entre los integrantes del convoy de ayuda enturbia una iniciativa loable


Estaba a punto de mandar mi columna. Arrancaba así: “El pasado miércoles, Israel secuestró a casi cincuenta españoles en aguas internacionales. Y, en lugar de indignarse, muchos presuntos patriotas se alegraron”. Pero mientras la repasaba, recibí una notificación en el móvil. Era un grupo de WhatsApp en el que alguien compartía que a bordo de la flotilla iban dos etarras condenados: José Javier Osés e Itziar Moreno.
Mi primera tentación fue borrar la pieza y hacer otra que nada tuviera que ver con el tema, una reflexión sobre el otoño o el silbo gomero, cualquier cosa menos hablar de la flotilla. Para mí, que la he defendido públicamente, y seguro que para muchos más, es una vergüenza saber que una misión pacífica y humanitaria ha acogido a dos etarras condenados, una de ellas por intento de homicidio. Todos tenemos de algún modo empatía selectiva, pero la de quienes ejercen o justifican la violencia con sus vecinos pero la denuncian a cientos de kilómetros es incomprensible. También es incomprensible que la flotilla no haya investigado —o peor aún, que haya pasado por alto— quiénes eran.
Hasta conocer esto no había demasiados argumentos para criticar la misión, más allá de alguna declaración infame —como la de Ana Alcalde cuando afirmó que el 7-O no hubo mujeres que sufrieron violencia sexual— o de la poca diversidad ideológica de sus componentes españoles, generada no sé si por gregarismo o por incomparecencia de opciones propalestinas que no pasen por la izquierda indepe o sus abanderados.
Por eso, durante el mes que han surcado el Mediterráneo, la derecha política y mediática ha tirado más de mofa que de razonamientos. Los argumentos más viles contra la flotilla han sido los psicologistas: muchos soberbios han intentado invalidar la misión por las presuntas intenciones o los supuestos rasgos de personalidad que ellos mismos han proyectado en sus miembros. El problema es que eso funciona también al revés: todos podríamos hacer, sin leer el DSM-5, el retrato del propagandista medio de Israel, o del que ha asumido como una identidad la lucha contra el identitarismo progre, o del que critica a los de la flotilla por un puñado de likes con el argumento de que se han ido a Gaza para ganar un puñado de likes, o del que jamás se ha preocupado por los cristianos en Nigeria pero cada vez que alguien se posiciona sobre el genocidio en Gaza los usa como arma arrojadiza.
Luego hay otros lugares comunes: que si podrían haber llevado la ayuda humanitaria por cauces legales —obviando que ello implicaría que pasara por la organización yanqui-israelí que se dedica a repartir una poca, darle otra mitad a los clanes mafiosos que colaboran con ellos y, entre tanto, tirotear a 2.500 palestinos que se acerquen lo suficiente—, que si han puesto en riesgo sus vidas —obviando que es un riesgo común de las acciones internacionalistas, incluidas las flotillas anteriores, como la de 2010, en la que Israel asesinó a diez activistas—.
También les llaman farsantes porque se subieron a bordo a sabiendas de que iban a ser detenidos por Israel. Quienes esgrimen esto olvidan cuál era el objetivo de la flotilla, más allá de llevar ayuda humanitaria: demostrar que si un grupo de activistas organizado —o de perroflautas narcisistas, si quieren caricaturizarlos así— puede romper el bloqueo que está matando de hambre a un pueblo, la comunidad internacional podría hacer mucho más. Y, de paso, que quede patente, por enésima vez, que el Estado de Israel opera al margen de la legalidad internacional, sin que ello tenga consecuencias.
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