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TRIBUNA
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El niño de la franja de Gaza

Me pregunto cómo contaremos el genocidio dentro de unos años cuando, por ejemplo, algunos finjan que no hubo nada que hacer

Laura Ferrero

Afortunadamente, solo dura 39 minutos. Digo afortunadamente porque sería difícil aguantar un minuto más. Me refiero al documental Lo que encontraron, de Sam Mendes, que recoge el estremecedor testimonio de dos camarógrafos del ejército británico, los sargentos Mike Lewis y Bill Lawrie, quienes en abril de 1945 filmaron la liberación del campo de concentración de Bergen-Belsen. La película, que evoca el documental Noche y niebla, de Alain Resnais, combina dos valiosísimos materiales: las imágenes en 35 mm grabadas en el momento, sin sonido, y entrevistas de audio concedidas por los propios camarógrafos en la década de 1980. Montañas de cadáveres deformados, despojados de su humanidad, reducidos a un amasijo de piel endurecida y huesos; gestos de terror; bocas abiertas en busca de aire. Pero no son solo las imágenes. Es, sobre todo, el silencio. “A medida que pasaban los días, los cuerpos… eran muñecos, eran figuras. Perdías el contacto. La realidad se desvanecía". Cuentan Lewis y Lawrie que, para sobrevivir, entraron en otra dimensión, incapaces de asociar lo que veían con sus propias vidas, y la cámara les ayudó a trazar una línea. También recuerdan que cuando los prisioneros se acostumbraron a su presencia “no era raro que alguien te agarrara la mano y no la soltara. No decían nada. No podían”. Me quedé con eso, con la mirada y el silencio. Con la imposibilidad: ¿qué se le dice a quien ha sobrevivido al infierno, pero lleva ya el infierno dentro?

Llevo años escribiendo un ensayo acerca de la posibilidad de nombrar el horror y de cómo cambia nuestra aproximación a él con el paso del tiempo. Cada época encuentra sus palabras, sus imágenes, sus silencios. Lo que hoy decimos de la Shoah no se parece a lo que se dijo en Núremberg ni a lo que se escribía en los años ochenta. Con la guerra de los Balcanes o Ruanda sucede lo mismo: las nuevas generaciones formulan otras preguntas, revisitan esas heridas y las leen desde sus propios temblores, desde las inquietudes de su tiempo.

Estuve en Srebrenica y conocí a un hombre llamado David, superviviente de la marcha de la muerte. Más tarde, en Tuol Sleng, Camboya, en el suelo de la entrada del memorial me encontré, tirado, un cartoncito que anunciaba masajes. En su reverso se leía: “We are all fucked up”. Estamos jodidos. Después, viajé a Ruanda y, a la salida del Kigali Genocide Memorial, me invadió esa misma certeza: no había manera posible de contarlo. Era, simplemente, algo que carecía de sentido. En 1994, en pleno genocidio, el artista chileno Alfredo Jaar viajó a Ruanda y durante tres semanas reunió una enorme cantidad de información y tomó más de 3.500 fotografías. Durante años se preguntó qué hacer con ese material: ¿contaban algo las imágenes? O mejor: ¿cambiaban algo? De la necesidad de inventar un nuevo lenguaje ante la irrepresentabilidad del genocidio surgirían 25 proyectos en seis años, The Rwanda Project. En una de las obras fotografió los ojos de un niño huérfano y reprodujo esa mirada en un millón de diapositivas —el mismo número que las víctimas del genocidio— apiladas sobre una mesa de luz. En otra, escondió las fotografías en cajas negras, con una breve descripción en el exterior. Cuando se expusieron, pocos se atrevían a abrirlas. A menudo pienso en eso: el horror escondido en cajas cerradas que nunca terminamos de abrir.

Al inicio de Los amnésicos, uno de los grandes libros sobre desmemoria histórica, la escritora francoalemana Géraldine Schwarz recuerda a su propia familia emparentándola con los Mitläufer, esas personas que, ante los horrores del nazismo, se limitaron a seguir la corriente. Me gusta la expresión que utiliza para definir su actitud, la de “una acumulación de pequeñas cegueras y de pequeñas cobardías”. Nada que, a priori, resultara grave si se tratase de un caso aislado. Es la acumulación lo que convirtió el resultado en devastador.

Después de ver el documental de Sam Mendes no pude dormir. Al día siguiente, hablando de él con un amigo fotoperiodista me contó que acababa de ver un informe forense hecho con 180 fotografías de un hospital de Gaza. La mayoría eran fotos de niños. Volví a las cajas negras de Alfredo Jaar y me pregunté entonces cómo contaremos el genocidio de Gaza dentro de unos años cuando, por ejemplo, algunos finjan que no hubo nada que hacer. Regresarán los Mitläufer, gente y gobiernos huecos cargados de pequeñas cegueras y cobardías. Gente que cumplía órdenes. No sé cómo se para un genocidio. Tampoco cómo hablar de lo que he visto a lo largo de tantos años de búsqueda. Por eso, sé que nunca terminaré el ensayo que escribo. Temo, sin embargo, que de aquí a 50, 100 años, empiecen a aparecer ficciones que domestiquen el horror, que nos lo hagan más amable, casi previsible. Que aparezca la versión renovada de El niño del pijama de rayas. Será El niño de la franja de Gaza. Entonces, en ese preciso instante, empezaremos a olvidar que algunos sí pudieron hacer algo. Para lograrlo será necesario inventar narrativas a la altura de eso que dice el reverso de un cartoncito en el suelo del memorial de Tuol Sleng. Que estamos todos maltrechos. Destrozados. Irremediablemente rotos.

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