Ninguna foto frenará el genocidio
Nos han robado la atención colectiva para reaccionar frente a las masacres, como la que se está cometiendo en Gaza


En vacaciones, llegué a un vídeo de Instagram que mostraba el guion de la película Weapons. El texto especificaba el gesto de los niños que huyen de sus casas con los brazos extendidos al inicio del metraje: “Deben correr como la niña vietnamita cubierta en napalm de aquella icónica foto”. La niña vietnamita no tiene nada que ver con lo que pasa en esa ficción, pero esa nota aclaraba la postura exacta en pantalla. Todo el mundo recuerda a la niña del napalm, la pequeña Kim Phuc, quien corría desnuda con el rostro desencajado tras un bombardeo en 1972. Aunque la guerra de Vietnam acabó tres años después, los historiadores dicen que ese instante fue el que aceleró el fin del conflicto por su impacto en la población estadounidense. El terror de la guerra, como se la tituló oficialmente, acabaría siendo recordada como “la foto que frenó la guerra”.
La niña del napalm. Las torturas en la prisión de Abu Ghraib. Aylan Kurdi, el niño sirio muerto en una orilla de Turquía. Hubo un tiempo en el que una imagen podía precipitar el fin de un conflicto, ofrecer pruebas sobre los abusos de una superpotencia o avergonzarnos de la deshumanización en nuestras fronteras. Desde que empezó la masacre de Israel en Gaza, ninguna nos ha zarandeado colectivamente como para reaccionar como antes. No será por horrores captados por fotoperiodistas que arriesgan su vida en la Franja. Pensé que pasaría con la portada de este diario del 27 de julio, con la instantánea de Jehad Alshrafi de la espalda de un niño desnutrido. O con la foto de Ahmed al Arini, en la que una madre sostiene a su hijo esquelético. O con las últimas imágenes de Mariam Abu Dagga, asesinada en el hospital Nasser. Sus trabajos circularon y causaron conmoción, pero han quedado enterrados en el vertedero de imágenes de las redes, escondidos entre vídeos de perritos, anuncios segmentados y noticias de famosas operadas. Esto ya no es como en 1972. Nuestra capacidad de atención colectiva se ha roto en la era de inflación de imágenes y anestesia visual que banaliza la realidad.
En su ensayo Massacre. Lògiques postfotogràfiques en el paradigma de la necropolítica, Mercè Alsina destaca al artista visual chileno Alfredo Jaar, quien voló con su Canon a Ruanda en agosto de 1994, el año en el que durante cien días fueron asesinadas 800.000 personas mientras la ONU y el resto de organismos dejaban el país a su suerte. Volvió con 3.500 fotografías e incontables testimonios de supervivientes. Lo exploró en The Rwanda Project, 1994-2000, diversos proyectos para cuestionar el comportamiento del espectador frente a la producción y el consumo de imágenes del genocidio y como estas pueden ser transmisor y muro de la realidad.
Jaar defiende que la semántica visual de la masacre en los medios no capta el trauma ni la magnitud de la aniquilación. De ahí su instalación Real Pictures (1995), en la que escondió algunas de sus fotos en cajas negras y cada una lleva serigrafiada una descripción de la imagen oculta. Una dice: “Gutete Emerita, de 30 años, está de pie frente a la iglesia. Vestida con ropa modesta, su cabello cubierto con un pañuelo de algodón rosado descolorido. Ella asistía a misa cuando comenzó la masacre. Ante sus ojos asesinaron con machetes a su esposo Tito Kahinamura (40) y a sus dos hijos Muhoza (10) y Matirigari (7). Logró escapar con su hija Marie-Louise Unamararunga (12) y se escondió en un pantano durante tres semanas, saliendo solo de noche en busca de comida. Cuando habla de su familia perdida, señala los cadáveres en el suelo, pudriéndose bajo el sol africano”. Jaar buscaba “ofrecer una ausencia que tal vez podría provocar una presencia”. Ser archivo, tumba y monumento. Me pregunto qué obras artísticas nos harán falta para entender la magnitud de este episodio en el futuro. Qué imágenes tendremos que esconder en cajas negras ahora que aprendimos que ninguna foto frenará el genocidio.
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