¿Es posible frenar la violencia vicaria sin callar voces?
La vía elegida por Igualdad para evitar casos de revictimización como el del libro ‘El odio’ afecta directamente a un derecho fundamental

La publicación frustrada del libro El Odio, escrito por Luisgé Martín, en el que José Bretón relataba el asesinato de sus dos hijos, abrió un debate público que el actual anteproyecto de ley del Gobierno ha querido recoger y canalizar. La propuesta introduce una prohibición de publicar o difundir contenidos relacionados con un delito cuando puedan menoscabar la dignidad o causar daño psicológico a las víctimas. Ese debate, que trascendía lo legal, nos situó ante una disyuntiva compleja: ¿qué hacemos con el relato del crimen, con la voz del asesino y con el derecho de las víctimas a no seguir siendo violentadas por quien asesinó a sus hijos? En aquel momento la víctima visible era Ruth Ortiz, madre de los niños asesinados, expuesta a una revictimización permanente. Lo que para unos era libertad creativa, para otros era un acto más de violencia de género: un asesino repitiendo la misma lógica de venganza con la que mató cruelmente a sus hijos.
En España, hasta que se apruebe la reforma, los instrumentos para proteger la dignidad de las víctimas cuando su imagen, nombre o historia son utilizados en libros, series, redes sociales u otros medios, se encuentran en la vía civil (a través de la protección del honor, la intimidad y la propia imagen) y en la penal. Además, el artículo 8.4 de la LOPIVI (Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de Protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia) exige respetar la intimidad y el honor de las personas menores de edad incluso tras su fallecimiento, y el Estatuto de la Víctima del Delito reconoce el derecho a la protección de la dignidad e intimidad durante el proceso judicial. Hay también medidas cautelares que permiten ordenar el cese provisional de contenidos o limitar la comunicación con la víctima por parte de los jueces. El problema, por tanto, no es en sí la ausencia de normas, sino su falta de aplicación.
El anteproyecto pretende regular expresamente que los jueces puedan imponer, como pena principal o accesoria, la prohibición de difundir contenidos relacionados con el delito cuando estos puedan dañar a la víctima. En apariencia, busca frenar la instrumentalización del delito como forma de revictimización. El diseño se inspira en una lógica ya existente en los delitos de odio: no basta con sancionar el acto violento, también es necesario limitar el discurso que lo acompaña y que perpetúa el daño. La diferencia es que aquí no se protege a un colectivo discriminado, sino a una víctima concreta con nombre y apellidos. Ese matiz es crucial: lo que se busca no es un bien jurídico abstracto, sino salvaguardar a una persona viva que puede ser herida cada vez que se amplifica la voz del agresor. El fin es legítimo. La duda es si la vía elegida, una prohibición penal que afecta directamente a un derecho fundamental como la libertad de expresión, es el medio adecuado.
La reforma utiliza una redacción amplia, con conceptos indeterminados que pueden generar inseguridad jurídica. La imposición de esta pena dependerá de la interpretación de cada juez, lo que puede dar lugar a resoluciones dispares e incluso discrecionales. Además, no se limitaría a casos de violencia vicaria, también podría aplicarse a delitos sexuales, de acoso, contra la intimidad o incluso amenazas. La prohibición se presenta como una medida de protección más, análoga a las órdenes de alejamiento, de no comunicarse o de prohibición de residencia en determinados lugares… Se asemeja así a impedir que un agresor “se acerque” a su víctima a través de la publicación de contenidos relacionados con el delito, ya sea un libro, una entrevista, una serie o una publicación en redes sociales. La dificultad está en que la redacción actual no limita la prohibición únicamente al autor condenado, sino que puede afectar de forma indiscriminada a terceras personas que, en el ejercicio de su profesión, elaboren esos contenidos. Así, no solo se restringe la libertad de expresión de los condenados, sino también de periodistas, editoriales o creadores. Desde una perspectiva constitucional, el encaje de una limitación tan amplia es dudoso si no hay mayor precisión.
Desde un enfoque de derechos humanos, feminista y no punitivista surgen dudas legítimas. Es real la necesidad de reforzar la regulación frente a nuevas formas de revictimización que prolongan la violencia en redes sociales y en la producción literaria y audiovisual; pero también es innegable que la libertad de expresión debe garantizarse, más en el contexto actual. Plantear la cuestión como un dilema dual, o se protege a la víctima o la libertad de expresión, es un error. El Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han reiterado que cualquier limitación debe estar claramente prevista en la ley, ser necesaria y proporcional. La duda pertinente no es si la reforma del ordenamiento jurídico es necesaria —lo es, visto que las normas actuales no se aplican de manera efectiva—, sino si debe hacerse a través de una prohibición penal tan amplia o mediante mejoras legislativas que refuercen la aplicación de las herramientas ya existentes. La prohibición, tal como está redactada, no garantiza seguridad jurídica ni la proporcionalidad, y esto contamina un debate necesario en el que no hay una única respuesta sino un campo de reflexión jurídica que concilie derechos, no los contraponga.
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