Sueño glacial
¿Tenemos derecho a traer a alguien al mundo en diferido o en ‘playback’, no sé cómo llamarlo?


De un embrión congelado hace más de 30 años, tras un largo viaje a través del tiempo, nació un niño este verano. El bebé ha abierto los ojos a un mundo ajeno al momento de su concepción. Dado que la pareja que lo ha alumbrado no es la misma que lo creó, el viaje ha sido doble, como si hubiera hecho trasbordo en una estación para tomar otra línea. Hay trasbordos agotadores. Conozco varios en la red del metro de Madrid que conviene evitar porque sus túneles son kilométricos. Tarda uno horas en volver a nacerse. Otro asunto: la criatura de la que hablamos es casi más vieja que sus padres gestacionales, pues fue concebida cuando ellos tenían apenas cuatro o cinco años y muchísimo antes, claro, de que se conocieran. El niño lleva en su código genético y en sus marcas epigenéticas la nostalgia de un mundo de cabinas telefónicas y cintas de VHS que jamás conocerá.
¿Tenemos derecho a traer a alguien al mundo en diferido o en playback, no sé cómo llamarlo? ¿Qué significa ser hijo de una época en la que, sin existir como persona, estabas ahí en forma de cubito de hielo que podría haber enfriado un gin tonic? ¿Se sentirá este crío, de nombre Thaddeus, un intruso en el mundo en el que acaba de desembarcar? ¿Sentirá, fruto de la prolongada frigidez, un escalofrío insoportable cada vez que le cuenten su historia? ¿Llevará el frío en el tuétano? ¿Tendrá problemas reumáticos a los sesenta (a los noventa, si contamos los años de dura hibernación)?
Pienso en el recién nacido con una mezcla de ternura y desasosiego incompatibles: lo imagino llorando en su cunita no ya por hambre o gases, sino por haber sido arrancado violentamente de su sueño glacial. Lo imagino, ya de mayor, permaneciendo pensativo frente al congelador del frigorífico antes sacar un besugo que consumirá con su familia al día siguiente.
—Lo importante para que no pierda propiedades nutritivas —le dirá a su mujer— es descongelarlo sin agobios.
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