Terrorismo de la atención
La ira es una reacción visceral a ser ignorado. Los tiradores de EE UU no reivindican una causa sino su derecho a ser vistos en un sistema emocionalmente desigual


La etnóloga digital Sherry Turkle dice que los móviles han cambiado nuestras mentes y nuestros corazones porque nos ofrecen tres fantasías muy gratificantes: “Podemos obtener atención constante, siempre va a haber un foro en el que ser escuchado y nunca tendremos que estar solos. Las dos primeras necesidades se satisfacen a través de las redes sociales, pero la tercera es la que nos está llevando a situaciones emocionales de graves consecuencias”. Este mundo conectado es cruel por naturaleza. La democratización del acceso a internet no creó un mercado emocional perfecto, porque los 5.500 millones de personas conectadas jamás van a recibir la atención simétrica de los 5.500 millones. Así es la naturaleza humana y así es el negocio de las redes, que no fue creado para hacernos felices sino adictos. El día a día está lleno de comunicaciones fallidas que alteran a los egos más frágiles: los correos no se contestan, los mensajes de WhatsApp quedan sin respuesta, por cada “me gusta” hay otros cien que no suceden, unos pocos seres concentran todas las miradas. El rechazo emocional es, más que un accidente, un pilar de este sistema donde la desigualdad no es solo económica, sino atencional.
Es un rechazo, además, inédito, porque invisibiliza: por muy marginado que haya estado un ser humano a lo largo de la historia, en su pueblo sabían quién era. Es cierto que existen comunidades en línea capaces de consolar a los bichos raros, y menos mal, porque todos lo somos en algún momento. Pero estas redes no crean lazos fuertes ni protegen contra la soledad como las tradicionales, de ahí que Turkle hable de fantasías incumplidas. De hecho, ella defiende que, aunque conectados, estamos más aislados que nunca. Los grupos en línea también se diferencian en que, al reunir solo a anónimos muy interesados en una cuestión concreta, pueden crear rápidamente espirales alocadas de mundos propios, con normas ininteligibles y memes que solo comprenden sus miembros, porque esa es la función de las jergas: dejar al extraño fuera. Cuando eres un desheredado de la economía de la atención, un inadaptado que ve cómo todos disfrutan de algo que te prometieron y que nadie te da, puedes encontrar cobijo, compañía, estatus e identidad en una comunidad dispuesta a acogerte. En el caso de los hombres jóvenes, la deriva del algoritmo de las redes sociales les redirigirá pronto hacia lugares oscuros y contenidos extremos. Solo hay que dar un paso más para convertirse en un incel, un trol, un acosador, un radical.
En el fondo se encuentra la ira, que es una reacción visceral a ser ignorado. El profesor de Psicología y Criminología Aaron Sell explicó hace años en la BBC que este sentimiento “es un dispositivo de control mental. Es una forma de meterse en la cabeza de otra persona y hacer que te valore más. Es una forma de ganar conflictos con los otros haciéndoles cambiar de opinión”. La ira, continúa, supone una ventaja evolutiva: los humanos que no la sentían fueron atropellados y quienes la ejercieron consiguieron sobrevivir siendo mejor tratados. La ira es poderosa, pues, porque es capaz de redirigir la mirada colectiva.
Los tiradores de Estados Unidos son terroristas de la atención, disparen a niños en las aulas, a empresarios en sus despachos o a políticos en el escenario. No reivindican una causa más allá de su derecho a ser vistos. En este sistema caótico que premia el reconocimiento mientras lo imposibilita, la ira es una forma inmediata de trascender.
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