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Tribuna
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Ante Gaza: sin autoridad para condenar y con el deber de estar

La protesta en la Vuelta transmite una imagen falsa, como si Israel fuera el problema y las banderas palestinas la solución

Manifestantes irrumpen en el recorrido de la Vuelta.

La indignación que produce el desastre de Gaza quiere pasar a la acción. Asistimos a una lógica movilización de la palabra y de la escritura; de los gobiernos y de los ciudadanos que unas veces se manifiestan contra un acto deportivo, como la Vuelta ciclista, y otras se embarcan deportivamente en una flotilla con rumbo incierto.

Para que esa pluralidad de expresiones conforme un concierto eficaz, cada actor tiene que encontrar su tono. Los alemanes, por ejemplo, saben que tienen que estar contenidos, conscientes de una responsabilidad histórica que les obliga a esforzarse más por comprender que por condenar a Israel. A los españoles nos debería pasar lo mismo. Somos parte de la historia antisemita que propició, en el siglo XIX, la creación del movimiento sionista y, en el XX, la existencia de los campos de exterminio. Nosotros los españoles (igual que los alemanes) no podemos erigirnos en jueces, ni ponernos al frente de la manifestación, porque el problema palestino lo hemos creado en buena parte nosotros. El pueblo judío tenía vocación diaspórica (vivir pacíficamente entre los demás pueblos), pero los demás no se lo permitíamos. En muchas ciudades españolas (Segovia, Toledo, Sevilla, Gerona…) hay restos de aljamas saqueadas, incendiadas, masacradas, de las que ni tenemos noticia. Tenemos muchas Gazas a nuestras espaldas. Y apareció el sionismo, que es una forma más de nacionalismo. Theodor Herzl entendió que su pueblo, para sobrevivir, tenía que, como los demás, asentarse en un territorio propio. Una parte del pueblo judío abandonó el ideal diaspórico por el pragmatismo nacionalista. Muchos lo lamentaron porque eso suponía renunciar a su genio, pero nadie les puede reprochar que quisieran ser como los demás.

Tenemos, pues, que contribuir a la paz muy discretamente, sabiendo que somos parte del problema. No podemos ser jueces, pero podemos hacer mucho. Nuestra reacción debería centrarse en la compasión con las víctimas de uno y otro lado. ¿Por qué no pensar en un acuerdo internacional en el que se comprometan los países y sus sociedades a intervenir en conflictos armados si hay casos de agresión contra la sociedad civil? La autoridad de la víctima como principio de intervención; las víctimas de uno y otro lado como principio de movilización. No podemos dar lecciones a Israel sobre nacionalismo, pero sí sacar conclusiones del nuestro, tan hostil al diferente que le hemos borrado de nuestra memoria. Sólo podemos criticar Gaza si asumimos la responsabilidad por ese pasado. Por eso resulta tan penosa esa actitud de superioridad moral que muestran nuestros políticos —particularmente la del presidente de Gobierno, que innecesariamente está dilapidando la confianza que generó la España democrática que en 1986 reconoció al Estado de Israel, impensable en tiempos de Franco— o de muchos ciudadanos, manifestándose indignados, que han olvidado lo que hicieron los abuelos. Si no procesamos ese pasado violento, nuestra indignación actual lo reproducirá.

El Estado de Israel está protagonizando ciertamente una guerra injusta, por lo desproporcionada, y los Estados deben hacer lo posible para pararla (embargo de armas, revisión de tratados comerciales, actividad diplomática en todos los órdenes, etcétera). Pero no perdamos de vista a la otra parte: la torpeza palestina desde 1948 y el terrorismo de Hamás. Cuando veamos flamear las banderas de Palestina en las metas deberíamos preguntarnos qué ocurriría si tuvieran ellos el poder militar que tiene Israel. Y, mirando hacia dentro, Hamás dice tener a Alá por objetivo, a Mahoma como modelo y al Corán como Constitución… Sólo este fundamentalismo totalitario explica que habiendo Hamás provocado una guerra (y la sigue provocando), sacrificando a su pueblo sólo para dejar en evidencia la brutalidad de Israel, no encuentre respuesta entre los médicos, maestros y ciudadanos palestinos que sufren la violencia israelí y no dicen una palabra sobre la opresión interna. Por todo eso, las imágenes en las metas transmiten una imagen falsa: como si Israel fuera el problema y las banderas palestinas, que los manifestantes exhiben, la solución.

Las críticas al Gobierno de Netanyahu son tan legítimas como las que se hacen a cualquier otra política prepotente o desproporcionad. Eso no es antisemitismo, pero puede serlo si se confunde a Netanyahu con “lo judío”, y, criticando legítimamente la guerra de Israel en Gaza, se demoniza lo judío, al judaísmo en general. No hay que confundir antisionismo (crítica del nacionalismo israelí) con antisemitismo (negación del judío). Pero algo hay de antisemitismo en el ambiente cuando se exige borrar el nombre de Israel de unas camisetas y se celebra, en otras, en las de los Emiratos Árabes. Habría que preguntarse por qué las universidades españolas suspenden la colaboración científica con instituciones israelíes, “a no ser que se hayan manifestado a favor de la paz”, y eximen de esa condición a las instituciones palestinas.

Es sano que la sociedad se movilice contra esa guerra y se ponga del lado de las víctimas de ambas partes; que se critique a Netanyahu pero que no se jalee a Hamás, ni a lo palestino que ellos representan. En esas manifestaciones no sólo se olvida que fue Hamás quien, en un gesto suicida, provocó la guerra, sino que, para conseguir la paz, también tiene que cambiar, además de la política de Israel, muchos contenidos políticos que se esconden en las banderas palestinas que ondean los manifestantes.

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