Seres errantes
Son los discursos xenófobos los que socavan esas tradiciones que decimos proteger


En la escuela fui la rara oficial. Dentro de mi cabeza hervían ideas que yo creía fabulosas, pero aburrían a los demás. Era torpe en las conversaciones relajadas, nadie entendía mis chistes, tenía gustos estrafalarios y parecía condenada a no encajar. Por ser extraña, pagué el peaje del acoso escolar. Nacida en la misma ciudad de mis compañeros, compartíamos idioma, costumbres, inmadurez y series de televisión. No había choque de civilizaciones, la rareza era vocacional: de mayor quería ser ciudadana excéntrica.
Aquellos años vienen a mi cabeza cuando oigo decir, quizá a las mismas voces de mi infancia asediada, que los extranjeros ponen en peligro nuestro ser y tradiciones. Por lo visto, alguien olvidó entregarme el manual de coros y usanzas de nuestra asediada aldea gala. Nunca me sentí parte de una uniformidad, sino de una comunidad. Sin duda los distintos necesitan voluntad de entenderse, pero, como aprendí en la niñez, la igualdad obligatoria asfixia. Para los raros locales, esas personas que nunca cumplimos los requisitos, lo diferente es aquello que nos hace sentir en casa. La extrañeza puede ser un hogar.
Dicen que la inmigración nos hunde en la mezcla y el desorden. A la vez, abrazamos una homogeneidad sin precedentes y con marchamo occidental. Aquí y allá las mismas marcas venden idénticos productos y fabrican en serie nuestra ropa. Los escaparates son iguales en las millas de oro de las capitales, escuchamos canciones con millones de descargas, imitamos a celebridades mundiales estereotipadas y un cóctel explosivo de propaganda y algoritmos nos configura según sus moldes. Se diría que el caos de la pluralidad no es nuestro problema más alarmante.
Alimentamos una falsa imagen de la pureza del pasado. Desde que partimos de nuestro primer hogar en África, somos seres errantes, en su doble sentido, criaturas que vagabundean y se equivocan. En la Roma imperial, tres cuartos de la población eran descendientes de esa inmigración forzosa llamada esclavitud. El historiador Suetonio menciona que ya Julio César encargaba espectáculos en distintas lenguas para la Urbe. Según las fuentes, los senadores se burlaban del latín con tonalidad bética del emperador Adriano —ya habían inventado el estigma del acento—. El campeón de los nostálgicos de la identidad perdida, Juvenal, hervía de indignación viendo Italia ocupada por esas gentes insufribles cuya patria habían invadido las legiones romanas: “No soporto una ciudad llena de griegos; Siria desembocó en el Tíber y trajo consigo su lengua y sus costumbres”. Menciona a moros, sármatas y tracios, se enfurece por la prosperidad de ciertos extranjeros.
En la que fue, posiblemente, la mayor oleada de emigración ilegal en la historia, los colonos europeos de época moderna abandonaron su terruño para instalarse en otros continentes sin la cortesía de pedir permiso a los habitantes autóctonos. Por otro lado, cuando italianos, irlandeses, polacos y alemanes llegaron a la tierra de las oportunidades, los estadounidenses catalogaron a aquellos judíos y católicos como amenazas para la nación, imposibles de asimilar. En 1914 el conocido sociólogo Edward Ross opinó que admitir a europeos “atrasados” supondría “un deterioro de inteligencia, un suicidio racial”. Su colega Edwin Grant reclamaba “deportaciones sistemáticas que limpien eugenésicamente América de la escoria del melting pot”. Hoy, sus descendientes —según decían, imposibles de integrar— ocupan cargos en parlamentos, tribunales, universidades y grandes empresas, incluso la presidencia del país. En realidad, cualquier tiempo pasado fue impuro y desordenado.
El investigador Hein de Haas documenta en su ensayo Los mitos de la inmigración nuestra tendencia a idealizar sociedades anteriores como si hubieran sido homogéneas y sin conflicto. Tras estudiar durante décadas los patrones mundiales de migración, de Haas concluye que son muy predecibles a largo plazo y que las políticas estrictas o permisivas, a las cuales dedicamos debates tan acalorados, apenas influyen. Si una economía florece y la demanda de mano de obra no se cubre, vendrán extranjeros, ya sea legal o ilegalmente. Contra el tópico, no son los más pobres quienes emigran: desplazarse a lugares lejanos es caro y exige planificación, endeudarse, vender tierras. En su inmensa mayoría emprenden la odisea porque familiares y paisanos que les precedieron encuentran para ellos un posible empleo, declarado o sumergido. Para las tareas más exigentes no hay bastantes trabajadores locales capaces y dispuestos: todos los intentos de enrolar a desempleados autóctonos han fracasado sin excepción. Las sociólogas Helma Lutz y Ewa Palenga, que estudian el incremento de cuidadoras extranjeras para niños y ancianos, definen la situación como “el secreto a voces”. Tenemos deseos ambivalentes: buscamos personas con la determinación y la motivación para dedicarse a esas labores, y que —no es tanto pedir— fuera de sus jornadas extenuantes tengan la delicadeza de desvanecerse en el aire. El endurecimiento de las leyes y deportaciones es un vacío ritual cíclico para fingir firmeza al timón. Acosar al inmigrante provoca inmensos sufrimientos sin cambiar nada, y solo aspira a poner en escena un espejismo de mano dura.
Pero nuestros antepasados fueron trashumantes y en cada hogar anida la memoria de quien partió a lo desconocido, incluso sin papeles ni permisos: abuelos, tías, hijos. Aún palpitan la piel y la angustia de nuestros familiares empujados a otros horizontes: la lucha por subsistir, la lejanía de los seres más queridos, las barreras del idioma, las leyes hostiles, el rechazo racista, la solitaria indefensión y el fantasma del fracaso. Los psiquiatras llaman “síndrome de Ulises” a los trastornos debidos a esa ansiedad prolongada. Debe su nombre al héroe griego que zarpó en su juventud y tardó 20 años en regresar. Lejos de Ítaca, afrontó todos los peligros imaginables, perdió el rumbo, se hundió, sufrió humillaciones y a menudo pareció que su destino era perderlo todo una y otra vez. Homero cuenta que Atenea, diosa de la inteligencia, estuvo siempre de su parte y acudía a infundirle esperanza en los momentos de desconsuelo. En nuestra memoria cultural, también la Biblia es rotunda. Dice el Éxodo: “No explotarás ni oprimirás al extranjero, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto”. Insiste el Levítico: “Si un extranjero se establece entre vosotros, será como un compatriota más y lo amarás como a ti mismo”. Jesús evoca en el Evangelio de Mateo: “Tuve hambre y me disteis de comer, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Son los discursos xenófobos los que socavan esas tradiciones que decimos proteger.
Nos habitan identidades múltiples. La diversidad nunca fue una amenaza real para mantenernos unidos; lo son la desigualdad, el empleo precario y el empobrecimiento de las redes de colaboración. Hoy demasiada gente sufre ansiedad económica y dificultades para encontrar trabajo estable y vivienda asequible debido a políticas que desamparan, y ciertos líderes necesitan un culpable sobre el que volcar los miedos. Cierto, la convivencia es difícil, tensa, conflictiva. No solo por diferencias culturales, la fricción brota también entre compatriotas en competición. Siempre ocurrirán más explosiones donde hay más intemperie. La inmigración ha sido, desde siempre, un asunto emocional: alivia pensar que nuestros problemas más graves provienen de fuera, que podemos deportar las complejidades. Como suele decir una persona muy querida, el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo expiatorio. Por eso importa tanto qué historia nos contamos sobre nosotros mismos. Las naciones son, también, narraciones.
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