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tribuna
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Un cañonazo abortado

Rubén Darío recoge en su autobiografía una noche de celebración con otros poetas y militares durante su estancia en Guatemala

Vista de la Plaza de la Constitución en Ciudad de Guatemala.
Sergio Ramírez

Los golpes de Estado han abundado en la historia latinoamericana, encabezados por generales de botas altas y casacas engalonadas que derrocan a otros generales, no pocas veces compadres suyos, o parientes cercanos. De esos cuartelazos nace el tirano esperpéntico que trajo a la literatura Valle Inclán en Tirano Banderas, y que dio paso a la novela de los dictadores. Y los golpes de Estado y las dictaduras han estado ligados a la vida de los escritores.

En 1890 Rubén Darío vivía en El Salvador, donde a los 23 años dirigía el periódico oficial La Unión, cuando en el mes de junio de ese año, el general Carlos Basilio Ezeta, que usaba casco prusiano terminado en pincho, como todo un káiser, depuso a su íntimo amigo y protector, el presidente Francisco Menéndez, quien murió de un infarto al conocer la traición. Cayó fulminado en pleno salón de fiestas, pues esa noche se celebraba un baile de gala a en la casa presidencial.

Darío, quien acababa de casarse con Rafaela Contreras, huyó a Guatemala temiendo la persecución de Ezeta, pues era cercano a Meléndez. Al no más llegar fue llamado por el presidente, el general Lisandro Barillas, para que le diera cuenta de los sucesos, y lo nombró de inmediato director de un nuevo periódico, El correo de la tarde.

En su autobiografía cuenta el poeta que durante su estancia en Guatemala se hizo amigo de parrandas del general Cayetano Sánchez, uno de los líderes de la revolución liberal de 1871, y hombre de confianza del presidente Barillas, “militar temerario, joven aficionado a los alcoholes, y a quien todo era permitido por su dominio y simpatía en el elemento bélico”.

Entre los cofrades parranderos se hallaba también el poeta cubano José Joaquín Palma, quien desde el año 1868 se había incorporado a la lucha por la independencia de su patria, y fue ayudante de campo del prócer Carlos Manuel de Céspedes a partir del levantamiento de La Damajagua. Amigo íntimo de José Martí, para esa época vivía exiliado en Guatemala, donde ganó el concurso para componer la letra del himno nacional.

“Una noche de luna habíamos sido invitados varios amigos, entre ellos mi antiguo profesor, el polaco don José Leonard, y el poeta Palma a una cena en el castillo de San José”, cuenta Darío. “Nos fueron servidos platos criollos, especialmente uno llamado chojín, que por cierto nos fue preparado por el hoy general Toledo, aspirante a la presidencia de la República. Sabroso plato, en verdad, ácido, picante, cuya base es el rábano”.

Se trataba de una celebración en toda regla, con abundancia de aguardientes; al final, se pasó al coñac, del que bebieron no pocas botellas. “Todos estábamos más que alegres”, relata Rubén, “pero al general Sánchez se le notaba muy exaltado en su alegría, y como nos paseásemos sobre las fortificaciones, viendo de frente a la luz de la luna las lejanas torres de la catedral, tuvo una idea de todos los diablos. ‘A ver, dijo, ¿quién manda esta pieza de artillería?’, y señaló un enorme cañón. Se presentó el oficial y entonces Cayetano, como le llamábamos familiarmente, nos dijo: ‘Vean ustedes qué lindo blanco. Vamos a echar abajo una de las torres de la catedral’. Y ordenó que preparasen el tiro. Los soldados obedecieron como autómatas; y como el general Sánchez era absolutamente capaz de todo, comprendimos que el momento era grave”.

Fue al poeta Palma a quien se le ocurrió una idea salvadora. Propuso que se improvisaran versos alusivos al hecho del inminente cañonazo, y que mientras tanto se trajeran más botellas de coñac. “Todos comprendimos”, dice Rubén, “y heroicamente nos fuimos ingurgitando sendos vasos de alcohol. Palma servía copiosas dosis al general Sánchez. Él y yo recitábamos versos, y cuando la botella se había acabado, el general estaba ya dormido. Así se libró Guatemala de ser despertada a media noche a cañonazos de buen humor. Cayetano Sánchez, poco tiempo después, tuvo un triste y trágico fin”.

El chojín es una ensalada típica de la cocina guatemalteca, que, como afirma Darío, se prepara con rábanos cortados en rodajas delgadas, hojas de menta picadas, chicharrones de cerdo desmenuzados, y jugo de naranja dulce y de limón; un plato picante pero incapaz, por sí mismo, de alentar humores bélicos, de no mediar los alcoholes; el general Sánchez, como se ve, era hombre de tomar, y de armas tomar. No hay noticia de cuál fue ese trágico fin suyo, pero no sería extraño que lo hubieran matado a balazos en alguna reyerta de la cual la poesía no pudo ya salvarlo.

Imaginemos todo lo que ya había bebido el general, y todo lo que bebió, hasta caer redondo, esa noche de luna en que vio en las torres de la catedral el mejor de los blancos, y entre los vapores etílicos pensó que al derribarla se cubriría de gloria. Y lo que bebieron los demás, según Darío como un sacrificio heroico, o sacrificio táctico, para evitar la hecatombe.

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