La reiterada humillación de Europa
En un mundo donde la única divisa que cotiza es el poder duro, quien carece de él pasa a convertirse en comparsa


¿Genuflexos ante el emperador? No exactamente. Pero si contemplamos bien la foto que acompaña a la columna, las caras no eran nada complacientes; es inevitable ver en ellas el sentimiento de humillación que tuvo que suponer esta recepción en el Despacho Oval de los representantes de la “coalición de los dispuestos” para arropar a Zelenski. Ya van tres humillaciones a Europa, la de la cumbre de la OTAN el pasado mayo, la que siguió a las asimétricas negociaciones arancelarias en el campo de golf de Trump en Escocia, y ahora esta. Era la reunión más difícil, porque equivalía casi a una misión imposible: convencer a Trump de disuadir a Putin para que respete mínimamente las pretensiones soberanas de Ucrania y poder ofrecer a este país las garantías de seguridad imprescindibles en caso de llegarse a un acuerdo futuro. Después de la bochornosa reunión de Alaska quedó claro que no iba a haber alto el fuego, pero que existía la posibilidad al menos de pergeñar una reunión a tres bandas que permitiera la presencia ucrania, así como que Estados Unidos apoyaría —solo con “apoyo aéreo”, eso sí— un esquema de seguridad para lo que quedara de Ucrania.
El ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, ya ha dejado claro que Rusia excluye totalmente la presencia de tropas de la OTAN en aquel país y ha endurecido la posición rusa. Ahora se extiende la idea de que todo lo visto hasta ahora, lo de Alaska y el comando europeo en Washington, al final no ha logrado apenas nada. Con excepción, claro está, del autobombo de Trump, la salida del aislacionismo internacional de Putin, y la nueva humillación europea. Europa no puede hacer gran cosa para resolver el conflicto sin contar con una mayor implicación de los Estados Unidos; aparte de la contribución militar, amenazando con aumentar la presión sobre Rusia mediante nuevas sanciones. Esto aún no se ha conseguido, aunque la visita de la delegación europea a la capital estadounidense sí ha creído apartar a Trump de su romance con Putin.
El enmarque de dicha visita por parte de las cancillerías europeas fue, por tanto, el vender como un éxito lo que viene siendo la acción política por defecto en los momentos actuales, evitar lo peor, el malmenorismo. En un mundo en el que la única divisa que cotiza es el poder duro, quien carece de él pasa a convertirse en comparsa. Es justo lo que le pasa a Europa, que confió en exceso en el oxímoron promulgado por Joseph Nye del “poder blando” para despertarse de golpe rodeada de matones. Tanto se había acostumbrado a gozar de la protección militar de Washington que acabó dándolo como fait accompli. Y algo parecido está ocurriendo con la democracia. El malestar que nos abruma deriva precisamente de esto mismo, que se nos están desmoronando logros que ingenuamente creíamos más que solidificados.
Frente a este dato, toda esta ristra de humillaciones a las que nos vemos sometidos puede que sean, en efecto, el mal menor. El mayor es que nuestra supuesta identidad común se sostenía sobre aquellos valores y que no podemos transitar sin más hacia lo que exige el nuevo contexto. ¿Podemos seguir siendo kantianos en un mundo hobbesiano? Se ha dicho que estas circunstancias ofrecen una oportunidad para dar el salto hacia una Europa más unida. ¿Pero seguirá siendo la misma que conocemos o tendremos que amoldarla a las transformaciones de la democracia que se produzcan en sus Estados miembros —que van a peor—, o lo que quede de sus valores después de las cesiones a personajes como Trump, Putin o Xi? Es posible que ya lleguemos tarde a la Europa que necesitamos, pero nada nos impide seguir perseverando en ella. Hoy por hoy, cualquier alternativa sigue siendo un horror.
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