El robot
La voz del servicio de atención automatizado de mi hospital me recordó aquella biblioteca donde aprendí qué es la autoridad


Necesitaba modificar una cita médica de septiembre. La habían colocado en un horario incompatible con mi jornada, así que llamé al número de atención al paciente de mi hospital de cabecera, un servicio que siempre había funcionado genial. Pero fue cogerme la llamada, escuchar aquella voz y trasladarme a otro momento y a otro lugar.
Estaba en la biblioteca del instituto de Bruselas en el que viví el paso a la adolescencia. Monsieur Lemans, la persona que me descubrió la autoridad, miraba a los alumnos por encima de sus gafas. Con un tono tosco y grave, daba órdenes para mantener el silencio en aquella sala. Entrábamos a coger sitio de puntillas. Yo colgaba con esmero mi mochila, que daba pistas de que su dueña no entendía aún de formalismos: era rosa fosforescente. Cuando alguna cremallera crujía, todos buscábamos instintivamente al culpable. Aquel sosiego impuesto era colosal. Clavábamos la mirada en ese varón que con toser nos tensaba todo el cuerpo.
La voz de la inteligencia artificial que me atendía aquel día era la suya. ¿Quién elige el tono de los robots que nos hablan? Imaginé una reunión convenientemente programada de los responsables de elegir la voz para sus respectivos sistemas de inteligencia artificial (IA) de atención al cliente o al paciente. “Aquí necesitamos un tono amable”, diría alguien. “Pues en mi hospital nos vendría bien la voz de alguien que mantenga a los pacientes calmaditos”.
Di mi número de DNI; la máquina devolvió mi nombre. Le dije que necesitaba un cambio de cita. El robot me ofreció otra fecha con otro doctor. Contesté que muchas gracias, pero que precisaba una cita con el mismo médico. Me había hecho un cambio de tratamiento y necesitaba comentar varios asuntos con él.
Esta última información la aporté sabiendo que posiblemente la máquina no me comprendería. Veo los errores que devuelve a mis búsquedas el sistema de IA de Google y me consta que se tarda un tiempo en solucionar los inconvenientes humanos y tecnológicos cuando estos surgen. Acababa de leer Los irresponsables, el libro en el que la neozelandesa Sarah Wynn-Williams, exejecutiva de Zuckerberg, cuenta que toda la plantilla de la que disponía Meta para controlar los mensajes que se cocinaron en Myanmar en plena ola de odio contra los rohinyás se reducía a un único subcontratado. Una única persona para inspeccionar los mensajes de 50 millones de personas. La esperanza en que mi robot autoritario particular fuese a entender el matiz que le planteaba era limitada.
Por supuesto, mi Lemans artificial no me entendió. Y seguía hablándome con una confianza en sí mismo que empezó a chirriarme. Le dije si podría atenderme algún humano que tuviera por ahí a mano. Siguió en sus trece. Se lo volví a pedir con frustración palpable, dándole demasiadas explicaciones cuando ya sabía que no me entendía. Y la máquina, aleluya, me pasó con el servicio de atención telefónica de siempre.
Esta vez hablé con una mujer y en un minuto tenía mi nueva cita agendada. Luego di media vuelta y me dirigí al servicio de quejas de mi hospital de cabecera. “Se han identificado áreas de mejora en la adopción de nuevas tecnologías, lo cual podría generar ciertos inconvenientes para algunos pacientes”, contestó el hospital por correo electrónico dos semanas más tarde. “Quisiera reiterarle nuestras disculpas, y le agradezco que nos haya hecho llegar sus observaciones que nos ayudan a seguir trabajando diariamente en la mejora de la accesibilidad telefónica para nuestros pacientes”.
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