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Columna
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El triunfo de la mentira

La producción de falsos artículos científicos se ha convertido en una actividad industrial que amenaza a la propia ciencia

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Javier Sampedro

Jorge Luis Borges remató así su relato Emma Zunz, de 1949: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. Siento empezar por un espóiler, pero supongo que eso da igual en este caso, porque si quieres entender el espóiler vas a tener que leer el cuento de todos modos. Ese relato es la mejor dramatización que conozco de un principio general de creciente importancia: que la mejor mentira es casi una verdad.

Los humanos somos unos mentirosos compulsivos (y no me lo niegues, porque no te voy a creer). Desde el caballo de Troya hasta los virus troyanos que se inspiran en él, desde las armas de destrucción masiva en Irak hasta el vínculo entre la inmigración y la delincuencia en España, desde la infancia inmaculada hasta el currículum académico, la historia y la vida se construyen sobre estratos de engaños, autoengaños y engañifas desfilando en machacona sucesión hasta la única certeza final, llamada muerte. Hay mariposas que despistan a los pájaros y leonas que se esconden tras un árbol para engañar a las gacelas, por supuesto que sí, pero lo nuestro es mentir a dos carrillos con razón o sin ella. Está en nuestra naturaleza.

Hay una mentira particularmente insidiosa, porque afecta al núcleo de nuestro mejor sistema para averiguar la verdad, que es la ciencia. Y esa mugre venenosa está creciendo literalmente de forma exponencial, hasta el punto de que ya se puede considerar una industria. El número de artículos científicos falsos generados por paper mills (editoriales dedicadas a inflar currículos a cambio de dinero) se está duplicando cada año y medio. Eso es lo que significa exponencial: algo que crece como 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64…, aunque el término se está convirtiendo en un sinónimo pomposo de “grande”, sobre todo en las tertulias políticas. Cuando algo crece exponencialmente hay que llevarse la mano a la cartuchera, porque el proceso puede consumir los recursos en dos patadas, como en la famosa parábola del arroz y el tablero de ajedrez.

Reese Richardson y sus colegas de la Northwestern University en Evanston han revelado que una serie de organizaciones oscuras han convertido la producción de falsos papers (artículos científicos revisados por pares) en una actividad industrial. A veces no son enteramente falsos, sino solo de una pésima calidad o con unos contenidos que no sirven para nada. El currículum de un científico se basa de una forma desmesurada en su lista de papers, y muchas universidades y centros de investigación contratan, ascienden y financian a los investigadores basándose en una evaluación al peso de todo ese material.

Si sumamos a esto el hecho de que los científicos pagan a las editoriales por publicar sus trabajos, tenemos el caldo de cultivo perfecto para que los mediocres prosperen en la ciencia, aunque sea a costa de destruirla por el camino. Autores que pagan decenas o cientos de miles de euros por aparecer en un trabajo en el que no han hecho nada, textos plagiarios, imágenes manipuladas y un uso creciente de las herramientas comerciales de la inteligencia artificial han alcanzado ya límites intolerables. Rusia e Irán albergan buena parte de las editoriales falsarias, y hay otros países en la lista.

El sistema debe erradicar estas prácticas con urgencia y mano de hierro. Nuestras sociedades parecen convivir felizmente con las tuberías de basura que circulan por las redes sociales, pero la ciencia no puede tolerar la mentira bajo ningún concepto. Aunque solo sean falsas “las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”, este cuento no cuela.

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