El inquietante silencio de la opinión pública israelí
Netanyahu ha desviado la atención de sus conciudadanos, ahora sumergidos en una densa estela de odio y terror sin parangón en la historia reciente de este pueblo


¿Acaso los ciudadanos israelíes se muestran complacientes con el cruel asedio al pueblo palestino? ¿Acaso no afecta la matanza de miles de personas inocentes a la identidad que, desde la creación de su Estado en 1948, les ha blindado ante el mundo como víctimas herederas del Holocausto en Occidente? Estas son las preguntas que avanza su inquietante silencio ante los masivos asesinatos en Gaza —con bombas de fuego y también de hambre— a manos de su propio Gobierno. La filósofa francoisraelí Eva Illouz ha analizado magistralmente, en su obra La vida emocional del populismo, el condicionamiento psíquico e ideológico que hace posible habituarse al horror infligido al otro: muestra cómo la derecha y la extrema derecha en Israel, guiadas por el fanatismo y el poder de dirigentes demagogos como Netanyahu, no han cesado de fabricar, desde hace más de 20 años, una opinión pública dispuesta a respaldar legítima y ciegamente prácticas de barbarie en nombre de una concepción patológica de la inseguridad.
El Estado israelí ha demostrado traspasar el umbral de violencia probablemente nunca alcanzado por un poder estatal democrático en situación de conflicto o de excepción: es el paroxismo del ejercicio de la crueldad vengativa, el cinismo engañoso y el desprecio por las reglas más elementales de la vida humana. Esta situación insoportable, que está suscitando la indignación mundial, aparentemente deja indiferente a la opinión pública israelí. ¿Será el genocidio que se está produciendo en Gaza parte del precio que hay que pagar para saciar la ira identitaria del pueblo israelí por una persecución heredada del pasado, de la que la humanidad mundial sería responsable?
El Gobierno israelí no deja de derramar sangre palestina. Después de haber sido, pese a la reconocida excelencia de sus servicios de seguridad, sorprendido y humillado por un Hamás arcaico y terrorista, Netanyahu ha emprendido una guerra tras otra de devastación a su alrededor y una verdadera aniquilación del pueblo palestino, documentada día a día ante los ojos del mundo y calificada de “genocidio” por la mayoría de los países civilizados. Al igual que sus aliados de extrema derecha, el jefe del Gobierno sabe que su negligencia ante los muertos y rehenes de aquel fatídico 7 de octubre sellará de forma indeleble su papel de dirigente político; los más de 60.000 palestinos muertos hasta la fecha no hacen más que agravar un balance que lo sitúa junto a los líderes más sanguinarios de la historia.
Procesado en su país por corrupción e intento de menoscabar los fundamentos del Estado de derecho israelí, Netanyahu ha desviado la atención de sus conciudadanos, anestesiados tanto por la propaganda basada en el miedo y el desprecio racista, como por la indignación ante los asesinatos de sus hermanos por Hamás: están sumergidos en una densa estela de odio y terror sin parangón en la historia reciente de este pueblo. Así ha conseguido confinar emocionalmente a su pueblo en una ideología mortífera de guerra permanente, frenando el legado de las grandes voces que han gobernado este país hasta los años 2010. Ahora, los laboristas israelíes observan con consternación estos derroteros de la opinión pública y temen perder lo poco que les queda de credibilidad; el importante periódico Haaretz, que a menudo demuestra objetividad en sus artículos sobre Gaza, trata de resistir a tales condicionamientos, pero la demagogia reinante asfixia todo a su paso y ahoga el testimonio de los activistas israelíes pro-derechos humanos. El minoritario partido comunista israelí-palestino sufre un hostigamiento sistemático y los millones de palestinos de Israel se esconden por miedo a ser sospechosos de traición.
De esta nación de tradiciones democráticas cabría esperar una ciudadanía capaz de rebelarse contra las manipulaciones asesinas de sus dirigentes. Y, de nuevo, la pregunta inicial: ¿el silencio de la opinión pública israelí tiene el significado de aceptar la barbarie?, y si es así, ¿el Estado democrático, que había sido una referencia mundial en medio de los poderes dictatoriales de Oriente Próximo, ha muerto? Si es cierto que esta pasividad no hace desvanecer la deuda histórica que la humanidad tiene con las víctimas del Holocausto nazi, no lo es menos que está debilitando en la opinión pública mundial la tolerancia hacia Israel, que lleva décadas violando la legalidad internacional.
Con todo, el Gobierno de Netanyahu ha colocado a Israel al margen de los Estados civilizados, le ha sustraído su legitimidad moral. Frente a la brutal fuerza militar, los civiles palestinos solo pueden responder con sus cuerpos desnudos y hambrientos. El manto emocionalmente enriquecido que ahora cubre a la opinión pública mayoritaria israelí no hará olvidar el estertor de las bombas lanzadas impunemente sobre los inocentes de Gaza. La Unión Europea debe suspender los acuerdos de asociación con el Estado israelí, y orientar toda la ayuda hacia los palestinos. Debe, de una vez, apostar por los esfuerzos de todos los gobiernos europeos que reconocen al Estado palestino antes de que sea demasiado tarde: es la única solución realista y justa junto al Estado israelí.
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