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Tribuna
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Migrantes somos todos

Quienes salen de “cacería” contra los que son distintos desconocen que ellos estarían igual de marcados

Manifestantes de ultraderecha en Alcalá de Henares (Madrid), el pasado julio.
Azahara Palomeque

Una española de pura raza cruzó el Atlántico hace tres lustros. Aterrizó en Austin (Texas) sola con dos maletas; se puso unos zapatos rojos como pista que ayudara al casero a identificarla en el aeropuerto y, cuando este por fin la encontró, ella se instaló en su nueva vida. El resto de los días sufrió una discriminación racial que se tradujo en un ambiente laboral hostil, retenciones de varias horas en la aduana cada vez que viajaba, miradas de desprecio y hasta la expulsión de un bar. Esa española era yo, con la excepción de que la “pura raza” jamás ha existido: es un invento cultural que ha servido para destrozar familias enteras, arrasar pueblos, y saquear territorios. Esa española, si aún residiese en Estados Unidos, probablemente andaría escabulléndose de las redadas arbitrarias que se están produciendo, al igual que muchos amigos que allí preservo evitan pasear libremente o hablar castellano en público.

Quienes ahora, en nuestro país, convocan “cacerías” contra los inmigrantes cometen al menos dos errores garrafales, al margen de exhibir su propia falta de ética y practicar una violencia tan deleznable como ilegal. El primero es desdeñar su propia vulnerabilidad dentro de un mapa geopolítico que no dudaría un segundo en arrojarlos a la mayor fosa séptica de no existir un marco jurídico más o menos respetado que los protege. Morenos o bronceados, cabello encaracolado o lacio oscuro, ojos castaños o barba profusa: cualquier excusa les valdría a algunos para menospreciar a los odiadores de turno que actualmente descargan su ira contra la población foránea residente entre nosotros, quizá porque no se han mirado nunca al espejo.

El segundo error imperdonable radica en el desconocimiento de la historia, del cual se vanaglorian enfebrecidos mientras la palabra “patria” se les descuelga entre las comisuras mezclada con tanta mala baba. Para ser patriotas, se les ha olvidado que España —la nación que aseguran defender: ¿de qué?, ¿del conocimiento?, ¿de la solidaridad?— perdió cuatro millones de habitantes rumbo a América, un quinto aproximado del total, entre 1880 y 1930, propulsados por el hambre, la guerra y la persecución política, según explica Nicolás Sánchez Albornoz. No recuerdan tampoco el medio millón de exiliados que provocó la Guerra Civil; ni los dos millones y pico de paisanos que atravesaron la frontera en dirección a Francia, Alemania o Suiza para deslomarse en fábricas mientras en el régimen franquista descendía el paro y montones de pueblos subsistían a base de remesas. En la memoria atrofiada de los racistas autóctonos no cabe la sangría del éxodo rural —migrantes en su propia tierra y habitantes de un chabolismo descarnado—, ni las oleadas posteriores de gente joven que partimos huyendo de una economía devastada, una foto de despedida que aún continúa produciéndose, aunque se nos llamase “aventureros” o “emprendedores”, esgrimiendo un discurso de cariz tan colonialista como falsario.

Porque resulta que esa cosa fabricada expresamente, imaginada y en ocasiones manoseada con los intereses más espurios llamada “nación” ha sido tradicionalmente una máquina expendedora de migrantes hacia confines insospechados, y allá donde hemos llegado no siempre hemos sido bien recibidos, independientemente de los trámites burocráticos previos. La gran paradoja de nuestros tiempos consiste en que se haya conseguido enfangar con racismo y olvido a esas manos que ahora arrojan objetos, apalizan o golpean a sus vecinos de origen diferente; en que este grado de vileza sea azuzado por algunas formaciones políticas, las mismas que engordan su base electoral comercializando con el dolor ajeno. Sin embargo, ese dolor es también propio, pues forma parte de nuestro pasado, lo albergamos en el caudal genético, se enraíza en la memoria, y se refleja en los espejos. La historia nos ha dejado escenarios terroríficos de antepasados judíos y musulmanes expulsados; de implantación de sistemas coloniales en que los rasgos físicos determinaban el destino de tribus autóctonas o se usaban para instaurar un marco cognitivo que ha continuado jerarquizando a las personas. Nos ha legado, además, valiosas lecciones de lo que ocurre cuando predomina el odio como paradigma: nunca tiene bastantes enemigos, más bien, esta figura se actualiza en un juego macabro que acaba incluyendo a la mayoría —lo aprendimos con Hannah Arendt—.

No obstante, a uno no debe tentarle la idea de considerar el fenómeno migratorio —junto al racismo que indeseablemente lo acompaña— apenas como una herencia o rasgo pretérito; al contrario, las implicaciones que conlleva abarcan asimismo el futuro. Contémplese hipotéticamente la península Ibérica en pocos años: asolada por danas más frecuentes que descalabran cosechas, a las puertas del desierto africano desplegando sus dunas sobre el sur, comida por incendios de magnitud inextinguible… No es descabellado vaticinar que seremos los próximos en huir hacia el Norte en busca de cobijo, trabajo o comida, esta vez como refugiados climáticos. No solo un desalmado se atrevería a ser racista con quien procede de esas circunstancias ahora, sino alguien con muy poca amplitud de miras, alguien que debería estar peleando por fortalecer una legislación internacional que nos ampare ya mismo, a nosotros, españolísimos de impura raza, migrantes todos. Eso sí sería verdaderamente patriótico.

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