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Columna
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Lección de Carmen Martín Gaite

Lo único que puede exorcizar los miedos irracionales por los hijos son otras irracionalidades, igualmente desproporcionadas

Carmen Martín Gaite y Rafael Sánchez Ferlosio, en Barcelona en 1957.

En 1965, Carmen Martín Gaite contó por carta a Juan Benet un episodio sucedido a principios de 1957. Estaban hospedándose ella y su familia en un mas de Reus cuando su hija Marta cumplió siete meses. Esta era la edad en la que su primer hijo, Miguel, había muerto por meningitis. Al referirse a esa frontera de los siete meses, Carmiña hablaba así: “[Era el] límite que yo, dentro de mí, había marcado supersticiosamente como un umbral de esperanza para salir del túnel donde las advertencias y recordaciones lúgubres de Rafael me habían tenido sumida tanto tiempo”.

Dos notas sobre esta frase. Una: el miedo implícito de Carmiña a que se repitiera la historia de su hijo era irracional. Pero creer que por haber superado ese umbral de los siete meses ya todo iba a estar en orden era igualmente irracional. Carmiña sabía ambas cosas. Y, sin embargo, yo la entiendo. Y la entiendo porque pienso igual. Igual de chueco, quiero decir.

Apenas leí esa carta, me dije para mis adentros: “Mi hijo Nicolás tiene 10 meses. Está a salvo”. Y dejándome caer ya por el tobogán de aguas turbias de la superstición, hice como hacían los quillos de mi barrio, quienes, al subirse al tobogán del parque acuático se bajaban el bañador para que el culo, libre ya de la fricción de la tela y en contacto directo y armónico con el plástico liso de aquel semicilindro hueco, acelerara de manera enfervorecida la caída, en mi caso no hacia el agua sino hacia la irracionalidad total: “No solo mi hijo está ya salvado; es que superar ese umbral maldito es la garantía de que vivirá 100 años, tal vez 110, incluso puede llegar a ser la persona más longeva de la historia de la humanidad”.

Son pensamientos muy lunáticos. Pero quién sabe si lo único que puede exorcizar los miedos irracionales por los hijos son otras irracionalidades, igualmente desproporcionadas. Y es que quizás lo único estrictamente racional, en relación con los hijos, es lo que canta Nick Cave en la canción O Children: “No hay nada que podamos hacer para protegerlos”. Cave exagera como siempre. Pero, también como siempre, exagera poco.

Segunda nota: el Rafael de quien habla Carmiña es, naturalmente, Rafael Sánchez Ferlosio, padre de sus dos hijos. Tienen que haber sido difíciles de soportar sus aciagos y agoreros avisos. Pero uno se siente tentado a decir que Rafael acabó teniendo de algún modo razón, porque 20 años después de aquella carta, a los 28 años de edad, su hija Marta moriría de sida.

Y, sin embargo, hay que resistir semejante tentación. Porque no hay nada más destructivo que reconstruir a posteriori todo lo malo (y todo lo bueno) que nos ocurre como si estuviéramos predestinados a ello. No hay ideal de vida más noble que actuar como si nada estuviera ya escrito.

Esto es lo que yo aprendí de Carmen Martín Gaite.

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