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Una boda veneciana

Cuando el patrimonio de la humanidad se alquila como un vulgar salón de fiestas, presenciamos en directo la muerte de todo pudor democrático

06 07 2025
Máriam Martínez-Bascuñán

Tres millones de euros. Es la donación de Bezos a Venecia por el privilegio de casarse allí, una especie de indulgencia medieval del siglo XXI: pagar una cantidad desorbitada por el derecho a convertir un patrimonio de la humanidad en patrimonio personal, aunque para él sea mera calderilla. Mientras los venecianos protestaban bajo el lema Venecia no se vende y Matteo Bocelli cantaba arias a los invitados entre hamburguesas de McDonald’s y caviar, el fundador de Amazon nos escupía a la cara que todo tiene precio, incluso lo que en teoría no está en venta. Su boda veneciana no fue solo una grotesca ostentación billonaria: es la ilustración perfecta de las “geografías de excepción”, espacios donde el poder extremo suspende las reglas normales para operar sin límite.

Lo inquietante es que estas geografías funcionan hacia arriba y hacia abajo. Mientras Bezos convertía Venecia en su terruño, Trump inauguraba en Florida Alligator Alcatraz, un centro de detención para migrantes literalmente rodeado de caimanes. “Por si se escapan”, bromeó el presidente. La imagen es tan surrealista como reveladora: ambos, el oligarca y el autócrata, necesitan crear espacios donde no rigen las reglas normales. Las geografías de la excepción incluyen también las ciudades flotantes propuestas por otro tecnomagnate, Peter Thiel, para escapar de las jurisdicciones estatales, pero también los paraísos fiscales donde se limpia el dinero sucio libre de impuestos, o los centros de detención en territorios legalmente ambiguos donde se evaporan los derechos de las personas. La brutalidad estadounidense es la expresión más grotesca de un fenómeno global. Nuestra versión europea es el acuerdo de Italia con Albania para externalizar los centros de detención de migrantes, sin caimanes pero igual de efectivos como depredadores de derechos bendecidos por la sonriente Von der Leyen. Lo preocupante no es que existan estas zonas grises —siempre las ha habido— sino su progresiva normalización. Cuando a una cárcel se la llama entre bromas Alligator Alcatraz; cuando el patrimonio de la humanidad se alquila como un vulgar salón de fiestas, presenciamos en directo la muerte de todo pudor democrático.

El poder extremo, económico o político, ha entendido que ya no necesita justificar sus excepciones. Puede exhibirlas abiertamente, convertirlas en espectáculo y bromear sobre ellas. La democracia es mera espectadora en un mundo con reglas a la carta. Porque al final, tanto Bezos como Trump responden a una misma lógica: cuando el poder alcanza cierto nivel, necesita salirse del mapa para seguir siendo poder. Y mientras nosotros debatimos sobre las reglas del juego, ellos juegan ya en otro tablero. En ese contexto, la iniciativa de Brasil, España y Sudáfrica para crear un impuesto global a los superricos quizá suena a baldía, pues los más poderosos ya han construido su propio casino, pero la pregunta no es si estos territorios de impunidad son legales o ilegales, sino más bien si la democracia puede sobrevivir cuando el poder precisa escapar de ella para ejercerse plena y absolutamente. Porque Venecia sigue en venta y Alligator Alcatraz está abierto, pero hay algo que ni Bezos ni Trump pueden comprar del todo: las pancartas de dignidad de los venecianos, las propuestas de impuestos globales, los intentos de controlar los oligopolios tecnológicos. Son pequeñas grietas, pero nos recuerdan a todos que incluso el poder más extremo sigue necesitando, al cabo, de nuestra aquiescencia.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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