La corrupción no deja nada intacto
Hay una ceguera que nos lleva a ignorar aquellos elementos de la realidad que ponen en cuestión a gente de nuestra tribu

La confianza en el prójimo es el entramado de las sociedades humanas. Es clave en la amistad y en el amor y es la base del comercio y la política. Por eso, las sociedades se desgranan cuando desaparece la confianza. Se quiebra todo, que en latín se traduce a con (todo) y rumpere (romper), de donde deriva nuestro corromper actual. “Con” refiere también a “junto”. Así, corromper también es romper entre varios. Uno no puede ser corrupto a solas. La corrupción no deja nada intacto; destroza la trama de la sociedad.
Transparencia Internacional ha desarrollado un mapa mundial de la corrupción que muestra en un amarillo pálido a los países nórdicos, Canadá y Australia, los países menos corruptos. El resto de Europa, Estados Unidos y Japón en tonos naranjas y en América Latina, el podio rojo lo lideran Paraguay y Venezuela. Hay una revelación escondida en este mapa, a plena vista, como la carta de Poe: no hay un solo país, católico, laico o protestante, de izquierdas o derechas, en el que no asome cada tanto una ola de corrupción. España, por supuesto, no es la excepción.
Aquí doy cuenta de algunas postales de 50 años de una ciencia que investiga cómo y por qué empieza la corrupción y cuál es el caldo de cultivo en el que se propaga, con la esperanza de que este conocimiento pueda ayudarnos a vislumbrar vías para que sea cada vez menos prevalente en nuestras sociedades.
Primero, el respeto por la ley y por la institucionalidad es un valor en sí, que a veces compite con otros valores de la vida. Un ejemplo clásico: vas de vacaciones fuera de tu país con una persona muy querida que tiene, en medio del viaje, un accidente grave. Llegas desesperada a la guardia del hospital y te dicen que si les das un soborno de 50 euros lo harán pasar primero, por delante de otros accidentados. ¿Qué harías? Este dilema es apenas una caricatura que ejemplifica algo que muchos estudios científicos concluyen: las personas suelen ser más proclives a corromperse si cuentan con una buena narrativa que lo justifique. Por ejemplo, que los demás también lo hacen, o que corrompiéndose salva a alguien o a algo más importante. Con Rafael Di Tella, economista argentino, profesor de Harvard (y esgrimista olímpico) publicamos en el American Economy Review un tratado experimental de aquello que Molière ya había advertido en su célebre frase: “El que quiere matar a su perro, lo acusa de tener la rabia”. Mucha gente se cuela en una fila pensando, o convenciéndose, de que los demás lo harán y no quiere ser el único “idiota” en no hacerlo. Esa creencia (cierta o no) de una corrupción distribuida cataliza la corrupción.
Segundo: la corrupción, como todo virus, precisa un mecanismo de defensa. En este caso encuentra un cómplice en el núcleo profundo del cerebro en el que reside un circuito neuronal de la reputación social. La neurobióloga Elizabeth Phelps descubrió que las creencias favorables sobre una persona (futbolísticas, amistosas, políticas, raciales, religiosas) vuelven a estos circuitos refractarios a la evidencia en su contra. Es una ceguera biológica que hace ignorar aquellos elementos de la realidad que ponen en cuestión a gente de “nuestra tribu”. Saber, y reconocer, que se suele ser bastante más indulgente cuando se trata de observar la corrupción de gente con ideologías cercanas que lejanas es un buen punto de partida para cambiar esta disposición.
Tercero, Fischbacher y Föllmi-Heusi desarrollaron un experimento ingenioso para medir la propensión de un individuo a corromperse. Una persona tira un dado sin que nadie la vea, declara el número que ha salido y cobra esa cantidad de euros. La gente completamente deshonesta diría siempre que ha sacado un “seis”, ya que nadie ha visto el valor real del dado. La gente completamente honesta reportaría todos los números con la misma probabilidad. El resultado empírico es que una gran cantidad de gente no se ubica en ninguno de estos dos extremos. Es muy común que una persona que ha sacado un “1” reporte un “3”, abrigándose en su mala suerte y contando con una narrativa para su “pequeña corrupción”. Se queda además conforme pensando que podría haber mentido aún más y no lo ha hecho. En 2016, Gachter y Schulz implementaron este “juego” en más de 50 países y mostraron que en todos ellos una fracción significativa de la gente suele corromperse “un poco”. Pero, y aquí la clave, el cuánto es ese poco y cuánta esa fracción, varía según un elemento decisivo del país en el que han crecido. En aquellos países en los que la corrupción política es alta, los jóvenes ciudadanos son también más tramposos.
Por eso es tan importante cortar el círculo de la corrupción política. Porque además de su daño social y económico evidente, de la pérdida de confianza y del uso fraudulento de fondos públicos, también genera un hábito y una norma, en el que la trampa, la deslealtad, el robo y la pérdida de la institucionalidad se hacen costumbre y van creciendo progresivamente, como una adicción. Porque la corrupción corrompe.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.