Un sueño de regreso
Quizás haya personas a las que después de una vida entera juntos se les conceda el don de seguir haciéndose compañía en la imaginación


Sueño con mucha frecuencia que estoy perdido. He vuelto a una ciudad en la que viví, en la que estuvo duraderamente mi casa, pero no encuentro el camino hacia ella, y según avanzo me voy perdiendo más, acosado por callejones y obstáculos, escalinatas de vértigo sobre espacios vacíos, túneles de metro cegados por derrumbes. Puede que llegue por fin a la casa, pero entonces caigo en la cuenta de que he perdido las llaves, o descubro, asomándome a una ventana, o a la puerta de un jardín, que la casa está habitada o ha sido usurpada por desconocidos, y que en ella no queda rastro alguno de mí ni de mi familia. El extravío espacial se corresponde con la distorsión del tiempo. En un cuento de brevedad y maestría suprema, El nadador, John Cheever cuenta la historia de un hombre de constitución vigorosa que una mañana de domingo en verano decide medio en broma volver a su casa cruzando a nado las piscinas de los vecinos de su urbanización. En lo que él piensa que han sido apenas unas horas, su vida entera se consume: de la mañana calurosa al frío del atardecer, del verano al otoño, de la plenitud física al escalofrío de la decadencia. En la casa que abandonó por la mañana no queda nadie.
Hay patrones narrativos en los sueños de cada uno, igual que los hay en las historias que algunos de nosotros inventamos, menos dependientes de nuestro albedrío personal o nuestra voluntad explícita que de corrientes muy profundas en las regiones más inaccesibles de la psique. Un cuento, una novela, tiene algo de ensoñación con los ojos abiertos, como una luz de eclipse, de esa penumbra fría de anochecer adelantado que nos sobrecoge en cada lectura de ese cuento de Cheever. Alguien sin nombre que ha andado perdido o perdida se acerca de noche a una casa en un poema de Emily Dickinson, no se atreve a llamar a la puerta o a empujarla, y cuando lo hace no sabemos qué pasa a continuación, porque el poema ha terminado con una brusquedad telegráfica, y porque esa puerta que se empuja es la de la muerte. La angustia tecnológica también se filtra a los sueños: llevo toda la vida soñando que estoy solo y perdido, pero en los últimos tiempos el teléfono móvil ha empezado a agravar mi extravío, y cuando quiero llamar el dedo índice no acierta a pulsar los números, y el mapa de la pantalla, si llego a encontrarlo, se me vuelve aún más confuso que cuando lo quiero consultar en estado de vigilia.
En Nueva York conocí a un anciano que había logrado huir de Alemania en 1938, a los doce años, dejando atrás a sus padres, a los que nunca volvió a ver. Este hombre me contó que muchas noches lo despertaba la pesadilla de que estaban a punto de apresarlo los esbirros de gabardinas de cuero de la Gestapo. En pleno siglo XXI, imágenes que para todo el mundo pertenecen a los libros y a los documentales de historia conservaban toda su potencia maléfica en los sueños de este hombre, como si sus perseguidores hubieran conseguido saltar la barrera del tiempo y de la muerte para seguir acosándolo.
“Vivimos como soñamos —solos”, dice Joseph Conrad en “El corazón de las tinieblas”. Pero quizás haya personas a las que después de una vida entera compartida se les conceda el don de seguir haciéndose compañía en los sueños, incluso en el gradual desvarío de esas enfermedades que deterioran las facultades cognitivas y dejan a quienes las padecen a merced de una cruenta confusión del espacio y del tiempo. El que se va perdiendo en ella deja solo o sola en su triste lucidez al que ha conservado la razón. La casa compartida y modelada durante tantos años por la vida en común es ahora dos casas ajenas entre sí, una de ellas habitada en temible soledad por el que se ha internado en el trastorno, que cuando ve al otro lo rechaza como a un extraño, como a un enemigo.
Un hombre y una mujer de Leganés, los dos afectados de Alzheimer, parece que se han salvado de ese destino. Lo cuentan en el periódico Patricia Peiró y David Expósito, en una crónica que se lee como la promesa o el borrador de un cuento, aunque no necesite ningún añadido de ficción. Por respeto a su privacidad, los protagonistas no tienen nombre, y eso les da una calidad entre de fantasma y arquetipos. Sabemos que él tiene 83 años, y ella 76, que los dos se dedicaron a la enseñanza, que van siempre juntos a todas partes, incluida la iglesia los domingos, que son muy apreciados por sus vecinos, que sus familiares están muy atentos a ellos. Gracias a eso detectaron enseguida que se habían perdido, y emprendieron una búsqueda que se volvió más angustiada según pasaban las horas y la pareja no aparecía, en uno de estos días de mucho calor en el que los descampados de las periferias de Madrid terminan en un horizonte de calima plomiza, más allá de desmontes en los que no crece ni un árbol, entre polígonos y cruces de autopista. En un paisaje tan devastado por la anarquía de un capitalismo que no da tregua al deterioro del medio natural, ni se somete a ningún principio de ordenación racional del territorio, no es difícil que las personas sensibles sueñen que se pierden, y que se pierdan de verdad.
Tomados de la mano, con ese gesto perdurado de su juventud, el hombre y la mujer salieron esa mañana de su casa, queriendo guiarse el uno al otro, con la costumbre de toda una vida. Pero no fueron a la iglesia, ni al supermercado, ni a algún otro de los lugares donde los vecinos los reconocían y los saludaban. Tomaron un rumbo que los llevó a esos parajes agrestes de tierra de nadie de los arcenes de las autopistas, los espacios baldíos entre las cicatrices de antiguos paisajes. Con esa determinación inmemorial de las especies migratorias, que llevan inscrito en el ADN el curso de sus viajes, el hombre y la mujer tomaron ese día el camino de una laguna rodeada de vegetación y frescor a la que solían acudir cuando eran muy jóvenes. La laguna fue desecada hace sesenta años. Lo árboles que la rodeaban fueron talados, y con ellos desaparecieron la hierba, la sombra fresca, los insectos y los pájaros. El hombre y la mujer se extraviaron buscando un lugar que ya solo existe en su memoria compartida, y que de algún modo regresó a ella, o se mantuvo intacto a pesar de la corrosión de los circuitos neuronales en los que había pervivido.
Pero hacía demasiado calor, en ese desierto de asfalto y secano sin misericordia, en el que las autoridades parecen haberse conjurado con empresarios y especuladores para extirpar toda sombra que no sea la de una gasolinera. El sol cegaba y quemaba. El hombre y la mujer, unidos ahora en su creciente confusión, en la sed, en el cansancio, andaban y andaban sin llegar a la laguna, mareados por la insolación, incapaces también de encontrar el camino de vuelta, niños seniles perdidos no en el bosque de los cuentos, sino en el desierto de los espejismos.
La crónica de Peiró y Expósito es más apasionante porque tiene intriga y porque termina bien. En la foto de un dron de la policía se ve a la mujer caída de costado, descalza, como si se hubiera echado a descansar o a dormir o a morir en paz en la tierra, la tierra seca y estéril de esas afueras del este y el sur de Madrid en las que no crece nada. Se habían alejado el uno del otro, lo cual les haría sentirse todavía más perdidos, en las burbujas sucesivas de una irrealidad en la que ya no les quedaba ni el consuelo de la mano del otro, el refugio común de un ensueño o de una alucinación, el agua quieta de la laguna, los dos tan jóvenes como en una foto de novios en blanco y negro, la brisa fresca entre la arboleda y la orilla, el perfil blanco de Madrid a lo lejos.
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