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TRIBUNA
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Los sótanos del poder

Pese a que presuman de feministas, los partidos se siguen sustentando en códigos de masculinidad compartidos que excluyen y cosifican a las mujeres

Los sótanos del poder. Máriam Martínez-Bascuñán
Máriam Martínez-Bascuñán

Escribió Simone Weil que quien no ve un cristal no sabe que no lo ve; y quien lo mira desde el otro lado no sabe que la otra persona no lo está viendo. Así funciona el pacto masculino de poder: quienes lo forman no ven la estructura que los protege porque han aprendido a llamarla normalidad, camaradería, en fin, política real. Quienes la señalamos parecemos exageradas o desubicadas, pero el cristal está ahí, sólo hay que cambiar de lugar para verlo. Los audios de Ábalos y Koldo no escandalizan por inesperados sino por previsibles. Cualquiera que haya observado de cerca cómo se tejen los pactos de poder en los partidos sabe bien que lo que escuchamos no es un exceso aislado, sino la expresión de una red de favores entre hombres, un club cerrado de poder masculino que se protege a sí mismo a costa de todo lo demás, también de las mujeres. El escándalo no es solo lo que dicen sino desde dónde lo dicen, esa hermandad informal que opera entre bambalinas, donde el prestigio y la pertenencia se validan con gestos como este: hablar de mujeres como quien repasa la carta del menú o una colección de cromos. Es una escena vieja, reconocible y repetida: el poder masculino no necesita justificar su violencia cuando se ejerce entre colegas.

En política, más allá de las tribunas y las leyes, existe un tejido invisible, una red de hilos entrelazados solo por hombres donde las palabras no dichas pesan más que los discursos públicos. Es un ecosistema nocturno, un club sin llaves donde se intercambian favores, silencios y miradas cómplices, mientras las mujeres quedan fuera, como náufragas sin orilla. Los partidos no son ajenos a esta lógica: la reproducen. Aunque proclamen la igualdad en sus estatutos y enarbolen banderas feministas en campaña, sus estructuras informales siguen gobernadas por hombres que protegen a otros hombres, que se recomiendan y premian y encubren entre sí. Es lo que la literatura feminista ha descrito —y lo que han analizado Silvia Clavería y Tània Verge— como capital homosocial masculino: un poder que no se gana por mérito o voto, sino por pertenencia a un círculo de confianza masculino. Es un club sin reglamento, pero con reglas claras: lealtad entre iguales, silencio cómplice y mujeres como premio, accesorio o moneda.

La política no se libra de este pacto; muchas veces lo fortalece. Ese cristal del que hablaba Simone Weil es justo eso: la estructura que permite que los hombres en el poder se mantengan dentro del circuito sin cuestionarse su lugar, sin querer ver la exclusión, sin permitirse percibir la cosificación como violencia. Quienes estamos fuera vemos el mecanismo, pero nos topamos con el rechazo autoprotector de quienes viven cómodamente dentro del pacto. Sus redes no figuran en documentos, pero deciden listas, ascensos, castigos. Y lo hacen expulsando a quienes no comparten su cultura. No importa si ellas ocupan cargos formales: el poder real les sigue vedado. Para un hombre, un cargo en el partido puede ser una plataforma; para una mujer, muchas veces es un techo. La red invisible de favores que decide en buena medida quién accede y quién permanece en el poder, se activa en los márgenes informales: cenas que se alargan, copas después del trabajo, charlas en pasillos tras los eventos. Es ahí donde comparten confidencias, informaciones privilegiadas y se construyen alianzas duraderas, se hacen recomendaciones, se negocian apoyos. Muchas mujeres no participan en estas dinámicas sencillamente porque asumen responsabilidades familiares que ellos abandonan y que les impiden estar disponibles en horarios diurnos; o porque no son invitadas: no encajan en ese ambiente de barra, copa y palillo. Un ministro recomienda a su colega para un cargo porque compartieron una noche de borrachera mientras una mujer igual o mejor preparada queda fuera del grupo de confianza. A veces, hay bromas y comentarios en esas reuniones que cosifican a las mujeres, creando un ambiente incómodo o excluyente para ellas. Sus redes se sustentan en códigos de masculinidad compartida, en la hedionda y viril fratría que define desde siempre lo que significa “ser político”: ambición sin límites, disponibilidad total para responder a cualquier llamada —salvo la de tu pareja—, un estilo directo y zafio que se confunde con la honestidad, la evidente agresividad sexual apenas contenida. Cuando una mujer adopta esos mismos rasgos no es vista como competente sino como “mandona” o “poco femenina”, lo que dificulta su inclusión en la red y, por tanto, su acceso al poder informal.

Pero lo estructural no vive solo en las instituciones; también se respira en las palabras. El lenguaje es la primera piel del poder y en esa piel se escriben los pactos no dichos, las bromas entre colegas, los silencios cómplices, los eufemismos que protegen al agresor y ocultan la violencia. Decir “irse de putas” como quien dice “irse de copas” no es solo una zafiedad: es la validación cultural de una repugnante institución de desigualdad, donde el dinero de unos compra el cuerpo de otras. Y lo más inquietante es que, incluso en estos días de análisis críticos, en la prensa seria, en los intentos de sentida denuncia, “irse de putas” se utiliza como una forma aceptable de nombrar esa práctica, sin pensar siquiera en desmontar el sistema simbólico que esa expresión sostiene. Es lo que Catharine MacKinnon definió como atmósfera de cosificación. Las mujeres vivimos en la cosificación como los peces en el agua, dijo la célebre jurista norteamericana, pues esa atmósfera no solo afecta a los actos privados de los políticos, sino que impregna el lenguaje del debate público. Mas no nos llamemos a engaño. Esta normalización tiene historia.

Hace años, en una entrevista publicada en este mismo diario, Felipe González contaba que un ministro del Interior francés, interrogado por el uso de fondos reservados, respondió: “Tiene usted razón, me lo puedo haber gastado en señoras. Y aunque no sea verdad, no le puedo explicar en qué lo gasté”. La anécdota se ofrecía como sugestivo ejemplo de los dilemas éticos de la inteligencia de Estado, pero lo que subyacía era otra cosa: la aceptación implícita de que, en los sótanos del poder, se pueden usar cuerpos de mujeres como moneda, como tapadera, como parte del precio a pagar por la seguridad, la información o la gobernabilidad. Como premio al sacrificio del guerrero. Esa idea —que lo impresentable pueda maquillarse con un giro verbal educado— es la misma que criticaba recientemente la filóloga Lola Pons en una tribuna de título quirúrgico: No las llaméis señoritas. Advertía cómo, en las noticias sobre el caso Koldo, se ha usado repetidamente esa palabra para referirse a mujeres prostituidas. “Decir ‘señorita’ queriendo decir prostituta es de una gran frivolidad”, escribe Pons. No sólo suaviza la violencia: la convierte en decorado, en guiño cómplice, en parte del folclore del poder. Porque no es lo mismo decir “prostitución”y asumir lo que implica (subordinación, explotación, desigualdad) que decir “irse con señoritas”. Lo segundo convierte un abuso estructural en un gesto simpático y lo disfraza de estilo, oculto detrás de la cortesía. Por eso lo que está en juego no es la estabilidad de la legislatura ni el código ético de un partido. Lo que se pone a prueba es si el feminismo es realmente un principio estructural del poder político o tan solo un eslogan vacío de los discursos públicos. Si se va a romper de verdad el inmundo pacto de impunidad entre hombres o si todo seguirá igual, pero con mejores formas, y seguiremos siendo simples señoritas.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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