Paz en el mundo y guerra en casa
Mientras los megalómanos planes geopolíticos de Trump se desvanecen, acelera su deriva autoritaria en Estados Unidos


Donald Trump no quiere a sus soldados lejos de casa. Prefiere que vigilen las fronteras, que aseguren las deportaciones masivas y que apliquen las políticas de ley y orden, especialmente en las ciudades y Estados gobernados por demócratas. No le motivan los belicosos Vladímir Putin y Benjamín Netanyahu, que desoyen sus piadosos consejos pacifistas, sino Gavin Newsom, el gobernador de California y probable candidato demócrata a la presidencia en 2028, que se enfrenta a sus políticas represivas con la inmigración y le demanda ante la justicia por utilizar sin su autorización ni la del Congreso a la Guardia Nacional de California y a los marines para reprimir las protestas callejeras.
Los disturbios de Los Ángeles no han sido nada del otro jueves comparados con los del 6 de enero de 2021 en Washington, cuando los manifestantes animados por Trump asaltaron el Capitolio para obstaculizar la certificación de su derrota electoral y la victoria de Joe Biden. Hubo entonces enormes pérdidas materiales y al menos cinco muertos, además del golpe simbólico que significó el asalto insurreccional a la máxima institución parlamentaria. En Los Ángeles, sin víctimas mortales, solo ha habido coches incendiados y escaparates rotos y, eso sí, no pocas contusiones y detenidos. Para Trump, en cambio, la ciudad “ha sido invadida y ocupada por extranjeros ilegales y criminales, una multitud violenta e insurreccional”, que le obliga a mandar al ejército para “liberarla de la invasión”.
Esta es la segunda tentativa de Trump en el uso de la fuerza militar contra protestas civiles. Lo intentó hace cinco años ante las manifestaciones de Black Lives Matter (“Las vidas de los negros importan”), en protesta por la muerte de George Floyd, estrangulado por un policía. Entonces pidió a los mandos militares que ordenaran disparar a los manifestantes y se peleó con su secretario de Defensa y con su jefe de Estado Mayor cuando se negaron. En aquella primera presidencia se hallaba bajo la vigilancia de los llamados adultos en la Casa Blanca, republicanos liberales y moderados con sentido institucional y devoción hacia la Constitución, que se resistían a sus despropósitos. Ahora, en cambio, le acompaña una corte de agitadores y militantes de extrema derecha, aduladores e ineptos, impetuosos y sectarios, a los que ha exigido lealtad personal y no a la Ley Fundamental.
El guion es conocido. Las urnas pueden catapultar a un aspirante a dictador. Aunque sean explícitas sus intenciones, muchos expresan su escepticismo sobre su capacidad para convertirlas en hechos y confían en las salvaguardas legales y las resistencias sociales. Suele haber una primera intentona, normalmente frustrada y reversible, que confirma la prudencia de los más confiados. Si hay una segunda, se renuevan las peores intenciones autocráticas sin que se incremente de forma equivalente la vigilancia. Entonces se acerca el momento decisivo, cuando el aspirante proclama que la patria está en peligro y demanda los plenos poderes para salvarla.
Este es el punto exacto de la marcha autoritaria de Trump, acelerada pero todavía incierta. Sus proyectos megalómanos de paz instantánea en el mundo se han desvanecido. Por grandes que sean los esfuerzos escenográficos, está perdiendo las guerras arancelarias. Sus éxitos son interiores y destructivos, en el castigo, represión y chantaje a sus adversarios. Y trata de incendiar el país con una guerra civil contra la inmigración, con la que quiere dividir a los demócratas y apiñar las mayorías silenciosas. Gracias a sus mentiras y exageraciones puede apelar a legislaciones de excepción para enfrentarse a invasiones, insurrecciones o rebeliones, todas ellas inventadas. Sin el control obligado del Congreso, pretende utilizar el ejército y federalizar la Guardia Nacional, es decir, disponer bajo su autoridad de las milicias de los Estados, que son competencia exclusiva de los gobernadores.
Es un paso más en la concentración de poder y en la militarización de la política, que ha empezado en California y quiere extender a otros Estados. Ni ahora ni antes de su victoria electoral ha ocultado tal propósito: “Tenemos dos enemigos, el exterior y luego el interior, y el enemigo interior es más peligroso que China, Rusia y todos estos países”. Hace un siglo, las cosas se hacían de otra manera. Hoy, los aspirantes a autócratas no suelen obtener todos los poderes de forma tan brutal y rápida como hicieron los dictadores del siglo XX, pero tienen idéntico objetivo: someter al poder legislativo, controlar el judicial, acallar a los medios de comunicación y concentrar en sus manos todos los resortes del Estado. Algunos dudan todavía respecto a Trump, pero ni una palabra ni un gesto de la Casa Blanca ha desmentido los temores crecientes respecto a su deriva dictatorial, solo amortiguada de momento por la actuación vigilante y diligente de los jueces de primera instancia y a la espera de que el Tribunal Supremo diga su última palabra sobre los límites del poder presidencial, si acaso existen todavía.
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