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Tribuna
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El día en que murió la presunción de inocencia

En el auto de procesamiento del Supremo contra el fiscal general, el magistrado interpreta todas las informaciones obrantes en el proceso en sentido adverso a García Ortiz

El magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado.

Don McLean habló en su conocida canción American Pie del día en que murió la música. El 9 de junio de 2025 se le atestó un golpe tremendo a la presunción de inocencia, una norma milenaria, por cierto. Lo contenido en el auto del magistrado instructor del Tribunal Supremo de esa fecha es un ataque tan frontal a la clave de bóveda del proceso penal –la presunción de inocencia–, que de perdurar en el tiempo sin que nadie lo remedie, cobrará carta de naturaleza que en España ya es posible condenar a alguien aunque exista una duda razonable. Es decir, lo contrario de lo que exige la presunción de inocencia.

En el auto, el magistrado debía decidir si sobreseía la instrucción o propiciaba que el reo se siente en el banquillo. Es cierto que ley y jurisprudencia son exageradamente deficitarias sobre cuándo corresponde hacer lo uno o lo otro. Pero lo que es evidente es que la presunción de inocencia debe ser respetada en todas las fases del proceso, desde luego en la instrucción, también el período intermedio –justo donde ahora estamos–, también durante el juicio oral e incontrovertiblemente en la sentencia. No entenderlo de ese modo supondría que una investigación coja, es decir, carente de datos incriminatorios, podría mantenerse artificiosamente con el consiguiente perjuicio causado al reo durante meses o años hasta que, ya en la sentencia, el tribunal reconociera una inocencia que debió resplandecer desde el principio.

Sucede que, en este caso, aunque parezca prematuro afirmarlo así, el Fiscal General del Estado no tiene posibilidad alguna de ser condenado, legítimamente, claro está. Las razones se revelan con toda claridad en el propio auto del magistrado. En dicha resolución sólo existen tres indicios evidentes que incriminan al reo, pues todo lo demás son, en realidad, conjeturas:

Los dos primeros indicios son claramente insuficientes, pero este último “indicio” tiene un recorrido extraordinario, que reconoce por dos veces el propio instructor con la frase “en opinión de este magistrado” –o “este instructor”–. En síntesis, el magistrado interpreta todas las informaciones obrantes en el proceso en sentido adverso a García Ortiz, y no considera ni la más mínima posibilidad de que la filtración pudiera provenir de otras muchas fuentes, de la propia Fiscalía y periodísticas que, de manera claramente constatada, dispusieron del correo filtrado antes que el propio Fiscal General. Simplemente no da crédito a esos datos, sin más, y se apoya, sobre todo, en el hecho de que el fiscal general borrara el contenido de su teléfono móvil, derecho al borrado que ni el propio instructor discute –porque es indiscutible–, pero del que intuitivamente deriva consecuencias incriminatorias.

En el proceso penal, siguiendo el parecer del profesor estadounidense Ronald J. Allen, sólo se puede condenar si existe una hipótesis sustentada en datos –es decir, no sólo intuitiva– que sea coherente, consistente y sin lagunas en el relato de que el delito ha sido cometido y, además, no existe otra hipótesis exculpatoria que posea esas mismas características. En este caso concreto, la filtración la pudo hacer cualquiera de los muchos que tuvieron conocimiento del correo del abogado de González Amador al fiscal, lo que hace que por bien construida que estuviera la hipótesis incriminatoria –que no lo está–, no pueda condenarse al reo al existir una hipótesis alternativa de inocencia, siendo incluso dudoso si la información en sí era secreta, no sólo por haber sido ya difundida anteriormente, sino por si intrínsecamente deben ser secretas en democracia las negociaciones –no previstas en la ley– entre fiscales y abogados sobre delitos públicos. Tal vez no les vendría mal algo de transparencia, dicho sea de paso.

Dicho lo cual, habiendo sido encausado el fiscal general, es difícil que eluda su suspensión, no por responsabilidad democrática, sino porque lo ordena el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (art. 60) y la Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 383.2 L.O.P.J.). La única alternativa que existe son los recursos que caben contra la decisión del magistrado instructor: reforma –opcional– ante el propio magistrado y apelación ante la sala homónima del Tribunal Supremo.

Pero no descarten la intervención urgente del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Ambas cosas son realmente insólitas, pero en el terreno de lo también insólito abierto por este auto del magistrado instructor, mucho es posible en esta dimensión desconocida.

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