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CÓDIGO ABIERTO
Columna
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La evolución en el planeta Marte

El lugar común es que los humanos modernos dejamos de cambiar, pero hay que archivar esa idea errónea en el cajón de los chascarrillos

Fotograma de la película 'The Martian', de Ridley Scott.
Javier Sampedro

Cuando establezcamos colonias en Marte, lo que va a llevar más tiempo del que pretendía Elon Musk, ¿veremos evolucionar a los colonos para adaptarse a su nuevo planeta? No digo necesariamente que se vuelvan verdes y calvos, ni menos aún que les crezca una nariz en trompetilla, pero allí la gravedad es más débil que en la Tierra, las temperaturas más extremas, la atmósfera más fina, los años más largos, en fin, y la evolución tal vez pueda responder a esas cosas con cuerpos más grandes, metabolismos más regulables, una mayor eficacia en el transporte de gases a los tejidos, nuevos biorritmos y cosas de ese estilo. ¿Podría ocurrir o solo es ciencia ficción de serie B?

La inercia intelectual nos dice que esas cosas no pasan. Todo el mundo supone desde hace un siglo que la evolución creó al ser humano, pero que justo entonces se paró. Como la selección natural es una fuerza esencialmente destructiva —adaptarse o morir— el mero hecho de que los humanos ayuden a los enfermos inactiva ese mecanismo, puesto que le impide matar a los débiles. Pero esta idea es errónea y conviene archivarla en el cajón de los chascarrillos.

Nuestra especie tiene unos 200.000 años, y ya estaba plenamente formada cuando, hace 40.000, una mutación en una proteína de la superficie de los glóbulos rojos se extendió por África porque aumentaba la resistencia a la malaria. Si ni siquiera hoy sabemos curar la malaria, ¿cómo iban a curarla los humanos de hace 40.000 años? Por muy altruistas que fueran y por mucho que cuidaran a los débiles, los enfermos se morirían de todos modos, y solo los mutantes que no enfermaban podían pasar sus genes a las siguientes generaciones.

Más recientemente, los pueblos que han conquistado las mayores altitudes, como los tibetanos, los andinos y los etíopes, se han adaptado genéticamente a los bajos niveles de oxígeno que imperan en esas alturas. Estas mutaciones no tienen por qué surgir una vez que la gente ya vive en las alturas. Lo más común, de hecho, es que estén flotando por el resto del mundo a muy baja frecuencia. Lo que hace la evolución es propagarlas por la población que se beneficia de ello. Y, de nuevo, el mecanismo que lo hace es de índole destructiva: los que no tienen la mutación viven peor, se reproducen menos o ambas, de manera que solo los mutantes propagan sus genes a las siguientes generaciones.

Es posible, sin embargo, que no siempre sea así. Los tibetanos, por ejemplo, pueden haber adquirido algún gen de los denisovanos con los que se cruzaron sus ancestros tras salir de África. Los europeos también adquirimos genes neandertales por el mismo procedimiento, aunque en este caso no hay indicios de que fueran útiles como adaptaciones. En cualquier caso, el sexo con especies cercanas es un mecanismo posible para conseguir genes útiles sin tanta muerte y destrucción.

Otros ejemplos son propiamente europeos. El más famoso es el que nos dio el rostro pálido del que se burlaban los nativos americanos, y su razón es evidente. ¿Por qué Australia tiene hoy los mayores índices de melanoma del mundo? Porque está llena de blancos que carecen de la pigmentación adecuada para protegerles de la gran radiación solar que cae allí. Sin embargo, las poblaciones nórdicas se benefician de las mutaciones que aclaran la piel, porque les evitan deficiencias de vitamina D, que se sintetiza en la piel gracias a la radiación solar. La extensión de la agricultura a partir de 10.000 años atrás ha estado asociada a la propagación de otras mutaciones relacionadas con la digestión de los cereales y la leche.

Así que sí, los pobladores de Marte podrán evolucionar. Seguro que les da tiempo mientras esperan el cohete de vuelta.

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