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LAS OTRAS VIDAS
Tribuna
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Cosa de hombres

Los varones que hemos ido desprendiéndonos de una masculinidad dañina debemos militar contra la marea negra de los machotes redivivos, los hijos innumerables de los machos alfa del despotismo planetario

Cosa de hombres. Antonio Muñoz Molina
Antonio Muñoz Molina

“Los hombres mueren y no son felices”, dice el Calígula de Albert Camus. Los hombres, los varones, mueren antes que las mujeres, y en algunos países que quizás vaya siendo hora de no seguir llamando avanzados, como Estados Unidos, su esperanza de vida lleva años disminuyendo, sobre todo si son blancos y pobres. No es que la de los negros o los latinos pobres sea más alta, pero su declive no es tan acusado. Los varones mueren antes, y se suicidan más, según cuenta Eleonora Giovio en un informe del domingo pasado en estas páginas, en una desproporción estremecedora. En España, y en otros lugares del mundo, las tres cuartas partes de los suicidas son varones. En igualdad de condiciones adversas —de pobreza, de falta de trabajo, de mala salud física o mental—, parece que las mujeres resisten mucho mejor, que encuentran asideros o formas de consuelo inaccesibles para los hombres.

Lo llamativo de la fuerza masculina es la facilidad con la que puede quebrantarse, quizás porque en ella suele haber una dosis más o menos histriónica de representación. Hay verdades profundas encapsuladas en los mitos: entre los griegos que sitiaban Troya no había ninguno más aguerrido ni más cruel que Aquiles, pero en su invulnerabilidad había una fisura, y estaba en su talón; el Sansón de la Biblia podía descoyuntar las mandíbulas de un león con sus manos desnudas, pero bastaba que le cortaran el pelo para que quedara convertido en un guiñapo manso, como descubrió la bella Dalila con adecuada perfidia de femme fatale, para beneficio de óperas suntuosas y películas de Hollywood en tecnicolor. En aquellas películas, que nosotros llamábamos de romanos, aunque sucedieran en la antigua Grecia o en Egipto o Mesopotamia, los pectorales bronceados y aceitosos de los héroes proclamaban una masculinidad tan enfática como cargada de un homoerotismo que solo con el paso de los años se volvería evidente hasta para los menos iniciados. Los mozos bramaban taurinamente en el cine durante las peleas de gladiadores, o contemplando los escotes osados y las piernas desnudas que emergían de las túnicas sucintas de las romanas, y todo se mezclaba en un borboteo de hombría desatada y menesterosa. Sin que ningún poder superior y consciente la propagara, aquella masculinidad en la que muchos crecimos era obligatoria y era también omnipresente, y se nos impartía desde el arranque de la pubertad, con la misma fatalidad con que nos sobrevenían las transformaciones hormonales.

Había en cada pandilla líderes y practicantes precoces. Había una brutalidad física que se manifestaba en los juegos del recreo y en los vestuarios y los patios de la llamada educación física, guiada por un grosero darwinismo de la supremacía de los fuertes, que profesores desalmados, casi todos ellos burócratas falangistas, disfrutaban alentando. Había que aprender a hacerse hombres, decían. El que no cumpliera las exigencias, el torpe, el cobardón, el que no saltara el potro o no escalara la cuerda, recibía el desprecio del profesor y las carcajadas saludables de los compañeros, tempranos aprendices de la crueldad masculina hacia el débil, el raro, el posible mariquita. La obsesión por la hombría se acompañaba de una vigilancia de cualquier síntoma o indicio de afeminamiento: “Hombros anchos, estrecho de culo: maricón seguro”. Había que llevar el reloj con la izquierda, y no olvidarse nunca, cuando se empezaba a fumar, de coger el cigarro también con la izquierda: fumar con la derecha era de mujeres y de maricas. Había que jugar al fútbol lanzándose en tromba y repartiendo patadas. Incluso no jugar al fútbol o no gritar roncamente en las gradas podía ser una prueba de falta de entereza masculina.

Como quien culmina su preparación yendo a la Universidad, nosotros nos graduábamos en los estudios superiores de hombría en el ejército. Los viejos temores y fantasmas de una primera adolescencia desolada volvían intactos después de los 20 años, justo cuando hubiéramos debido iniciarnos como adultos civilizados. En los cuarteles se veía muy bien esa cualidad de representación e impostura de lo reciamente masculino. Hacerse hombre era beber calimocho hasta caerse, y lanzar gritos de antropoides en celo desde la trasera de un camión militar cuando pasaba una chica por la calle. La consigna inmemorial se repetía a cada momento: “¡Maricón el último!”. Había quien no aguantaba la presión y se pegaba un tiro. Y había quien para sobrevivir mantenía en secreto receloso su diferencia, cuidando de no revelar una fragilidad íntima que atraería sobre él la saña de los fuertes como un olor de sangre. Pero cuántos simuladores habría en esa cofradía de los valentones, cuántos empeñados en sumarse a la crueldad para no correr el peligro de ser arrojados al pozo de las víctimas.

Ya nadie va a la fuerza al ejército, y niños y niñas, chicos y chicas, no están separados en las aulas, y ha desaparecido de la educación la violencia disciplinaria y el hábito impune de humillar que nosotros conocimos. Pero la hosca masculinidad de entonces, que el sistema educativo ha puesto tanto empeño en corregir, parece que vuelve, o que no se fue nunca, agravada ahora por fuerzas ideológicas y tecnológicas que en aquellos tiempos nadie habría imaginado. En los cuarteles había un tráfico de revistas eróticas muy manoseadas. Ahora un niño o una niña de 10 años tiene fácil acceso a una pornografía que deja muy atrás los ensueños turbios de dominación sexual de cualquier depravado de entonces. En cualquier gimnasio, la teatralidad del exhibicionismo masculino se multiplica en los espejos y queda instantáneamente grabada y difundida en los móviles. En el metro, una noche de viernes, adolescentes que hace años debieron dejar de serlo se sientan despatarrados, luciendo su protuberancia genital y su musculatura tatuada, a veces contemplados con arrobo por novias a las que no miran o a las que dedican una ojeada de condescendencia. En una calle lateral poco iluminada, durante un paseo de medianoche con mi perra, me vi de pronto devuelto a la negrura del pasado cuando un grupo de varones jóvenes y borrachos rompió a cantar el Cara al sol, seguido de algo que ya casi tenía olvidado, lo que llamaban los franquistas “los gritos de rigor”: “España —¡Una! España —¡Grande! España —¡Libre!”.

La patria y los testículos siguen manteniendo su alianza sagrada. El gerifalte del partido fascista que ya está inoculando las instituciones y la vida españolas anda por ahí con la camisa desabotonada para exhibir mejor el desafío irrisorio de su cuello macizo y su torso fornido. A los varones que gracias al influjo educativo y a la camaradería de las mujeres hemos ido desprendiéndonos a lo largo de los años de una gran parte de las adherencias de aquella masculinidad dañina y además embustera nos corresponde vindicar todo lo que hemos aprendido, y nuestra voluntad de seguir aprendiendo, y militar en la medida de lo posible contra la marea negra de los machotes redivivos, los machotes arqueológicos con sus chirriantes armaduras, los hijos innumerables de los machos alfa del despotismo planetario, Trump y Musk y Orbán y Milei y Maduro y Putin y Bolsonaro y Netanyahu.

En la compañía igualitaria de las mujeres hemos ido aprendiendo a manifestar sentimientos, a cultivar la ternura, a vigilar la propensión masculina a alzar la voz más de la cuenta, a estar atentos a los privilegios mayores o menores que ya no nos es lícito aceptar. Cuando el infortunio golpea con toda su crudeza, o cuando se insinúa la tentación del resentimiento, nadie, ni hombre ni mujer, está a salvo, pero ahora sabemos que pocas cosas debilitan y asfixian tanto por dentro a los varones como la coraza ya tan oxidada de la hombría.

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