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Tribuna
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Trump contra Harvard: la universidad como campo de batalla

La creciente hostilidad de la élite conservadora hacia los centros de estudios superiores refleja también transformaciones en los propios campus

Harvard University

Las universidades más prestigiosas de Estados Unidos son, históricamente, un sofisticado mecanismo de renovación de élites y de reproducción de la desigualdad. Gracias a este papel, sus recursos, tanto públicos como privados, son (¿eran?) casi ilimitados y pueden permitirse atraer a los mejores investigadores del mundo y arriesgar para empujar la frontera tecnológica y del conocimiento. Sus estudiantes pertenecen tradicionalmente a los sectores más aventajados de la sociedad. Sus títulos perpetuán esa ventaja y son el pilar central de un modelo meritocrático en el que la desigualdad refleja el trabajo y el talento de cada uno. Su atractivo entre las clases medias reside en que reclutan de modo muy eficaz a una pequeña élite de estudiantes con talento de estratos sociales inferiores, en su mayoría sectores que podríamos definir como “los pobres entre los ricos”. Visto desde este ángulo, el ataque de la Administración de Trump a las universidades de élite, con Harvard a la cabeza, resulta algo paradójico. ¿Por qué un Gobierno motivado como ninguno por la expansión de la desigualdad compromete hasta el extremo la viabilidad de uno de sus mecanismos de reproducción más eficaces?

Para responder a esta pregunta conviene prestar atención a varios cambios de calado en los últimos años. Trump ha consolidado un cambio en la relación entre renta y voto. Desde 2016, y en contraste con la gran mayoría de las elecciones anteriores, los blancos pobres votan al Partido Republicano mientras que los blancos acomodados tienden a votar al Demócrata. Las elecciones de 2024 son las que muestran esta inversión de forma más extrema. Los votantes pro Trump son ciudadanos de ingresos medios, pero con niveles bajos de educación. Forman su visión del mundo y de la política en burbujas mediáticas cada vez más aisladas.

A su vez, la oferta de información depende ahora de unos cuantos oligarcas tecnológicos que, junto a grandes propietarios agrícolas y productores opuestos al cambio climático, son la parte de la élite económica que recela de la universidad. La ve como algo poco necesario para generar riqueza y sobre todo la percibe como una amenaza potencial a su influencia creciente. La amenaza es multidimensional: de la universidad sale la investigación sobre el cambio climático y sus consecuencias, el análisis riguroso de la evolución económica y social, y sobre todo, el compromiso de distinguir entre hechos contrastables y falsedades al servicio de parte. La mayoría de los votantes MAGA (Make America Great Again) vive en burbujas creadas por X y la cadena Fox a base de relatos que la investigación desmiente una y otra vez. La revolución tecnológica ha convertido la capacidad de manipular la información en el eje del conflicto político e ideológico. Para la viabilidad del clepto-populismo a la Trump, los hechos molestan y una universidad independiente es un riesgo.

Frente a la coalición de oligarcas y blancos poco educados, los demócratas llevan tiempo liderados por una élite rica, diversa, culta y crecientemente universalista en sus valores. Las universidades de élite son desde hace tiempo su lugar natural. La izquierda ha tenido en ellas a muchos de sus referentes (baste recordar a Chomsky en el MIT o Said en Columbia, zona cero del actual conflicto sobre el supuesto “antisemitismo”). Y no pasaba nada. Tener a Said dando voz a la causa palestina no era un problema; protestar contra un genocidio retransmitido en directo, por lo visto, sí. Algo ha cambiado dentro también. La creciente hostilidad de la élite conservadora hacia la universidad refleja también transformaciones en las propias universidades.

En línea con valores muy coherentes con la elite demócrata, los campus de las mejores universidades de Estados Unidos son hoy mucho más internacionales y un poco menos desiguales. El porcentaje de alumnos extranjeros ha aumentado hasta el 25%-30% en algunos casos; el porcentaje de alumnos becados completamente ha subido a proporciones similares, beneficiando a minorías y a alumnos de familias que no se pueden permitir el coste anual por alumno (unos 85.000 dólares entre matrícula y sustento). Al mismo tiempo, el número de plazas no ha aumentado, lo que implica que alguien sale perdiendo. Ese alguien son los hijos de una parte de la élite que antes veía como un derecho natural acceder a una universidad de prestigio independientemente de sus méritos. Las notas de Trump son un secreto de Estado mejor guardado que sus impuestos. Y no es casualidad. Hoy una parte importante de los hijos de la élite tradicional ya no tiene garantizada la entrada. Con ello se ha roto un compromiso implícito entre una parte de la élite conservadora y la universidad: mientras la nueva generación conserve su puesto en el ascensor social, la autonomía y la tolerancia están garantizadas. En ausencia de esa garantía, los incentivos a seguir fomentando (vía exenciones fiscales, por ejemplo) viveros de ideas y personajes que perciben con hostilidad desaparecen. Lo que estamos viendo refleja en parte lo que ocurre cuando la meritocracia se hace algo menos excluyente.

El conflicto ilustra también la dureza de la lucha por proteger la democracia y el Estado de derecho en EE UU. La movilización (ilegal y ad hominem) de todo el aparato del Estado contra quienes han decidido plantar cara al matonismo y la arbitrariedad del Gobierno no tiene precedentes. Como en otros contextos, se explotan los retardos en los tiempos judiciales para intentar generar costes irreversibles. La resistencia es lenta porque implica problemas serios de acción colectiva. Pero está en marcha. Toca estar del lado de quienes, desde su privilegio, lideran la reacción de la sociedad civil contra la vocación autocrática de un Gobierno sin escrúpulos para violentar leyes y vulnerar derechos cada día. Nos jugamos demasiado.

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