Pedro Sánchez contra el PSOE ‘disidente’
Entre los males de nuestra democracia está el auge del cesarismo en los partidos, de cualquier color


Pedro Sánchez mandó a José Luis Ábalos a leerle la cartilla a sus barones. Sorpresa: ningún líder quiere que haya disidentes criticándole en los medios. Distinto es que entre los males de nuestra democracia esté el auge del cesarismo en los partidos. Y aún más preocupante, la forma en que el señalamiento político está contaminando incluso a muchos ciudadanos.
En España hubo una gran sed de cambio tras el 15-M de la que empezamos a acusar nuestro desengaño. Podemos y Ciudadanos surgieron hablándonos de las bondades de la pluralidad interna o de los liderazgos menos jerárquicos para acabar haciendo todo lo contrario. Albert Rivera espetó a sus críticos en 2019 que “si algunos piensan que el sanchismo tiene que campar a sus anchas, que presenten un partido político y se sumen a Sánchez”, al tiempo que llenaba la cúpula de riveristas. Íñigo Errejón montó otro partido —Más País— porque no tenía cabida fraterna en Podemos tras la afrenta que le acababa de plantar a Pablo Iglesias.
Hoy nos sentimos decepcionados porque una vez creímos que otro modelo de partido político era posible. Nada de eso. El cesarismo explica en parte la autodestrucción de las formaciones nacidas desde 2015. Los contrapesos —quienes piensan distinto— siempre han sido positivos para tomar decisiones más moderadas, o para no hacer apuestas tan personalistas. De haberles escuchado, quizás Ciudadanos habría acabado tendiendo la mano a Sánchez desde la misma noche electoral en vez de acabar hundido de 57 a 10 escaños en 2019.
Ese cierre de filas generalizado se nota en el aburrimiento que tienden a provocar hoy las entrevistas a cualquier político. El llamado “argumentario” ha arruinado la espontaneidad y la conversación pública. ¿Qué debate cabe sobre unas líneas que ha escrito y distribuido previamente el mismo partido para que sus portavoces repitan una y otra vez ante cualquier suceso, con exactamente las mismas palabras o expresiones? A menudo es una cuestión de supervivencia. Con la multiplicación de canales informativos, las organizaciones necesitan unificar sus mensajes ante la sociedad para que calen. Los propios analistas tendemos a ser críticos cuando alguien se sale de la línea oficialista.
En este caso, los WhatsApp publicados estos días son llamativos porque el PSOE era el partido que más se preciaba de su encarnizado debate interno. Ahora bien, el presidente del Gobierno tampoco necesitaba darles un toque a sus barones: había anulado ya su poder interno años atrás. El hiperliderazgo tiene más de generacional y de contexto de lo que parece. Tras ganar las primarias en 2017, Sánchez rebajó las atribuciones del Comité Federal —para que no pudieran echarle otra vez— mientras que daba mayor poder a la militancia. Es decir, se dotaba de más poder a sí mismo, porque las bases raramente cuestionan las decisiones de la cúpula. A diferencia de a Rivera, no le salió mal la jugada: ¿De qué otra forma habría logrado Sánchez llegar a ser presidente, si no hubiera aceptado ir de la mano con Podemos y los independentistas, en la moción de censura contra Rajoy en 2018? Los barones le habían prohibido cualquier entendimiento con esos mismos socios en 2015. La centralidad tampoco se premia en contextos de polarización política.
Sin embargo, sería naíf pensar que antes de 2017 no había en el PSOE mecanismos de control interno. Las organizaciones partidistas siempre han bailado al son de su dirigente, ya fuera por el carisma de este, por adhesión acrítica, por miedo a quedarse arrinconado o porque antes de que la militancia eligiera a sus líderes lo hacían unos delegados —personas designadas— que no caían del cielo. Como diría Alfonso Guerra, “el que se mueve, no sale en la foto”. El partido de Felipe González pasó de no apoyar la entrada en la OTAN, a hacerlo.
Precisamente, el drama de la democracia española hoy no es que nuestros partidos traten de acallar la crítica interna, sino cómo ese señalamiento permea ya entre ciertos ciudadanos. Se ha vuelto imposible dudar de lo que hace el líder de turno sin ser acusado de ser poco de derechas, o poco de izquierdas, incluso, de traidor que buscar derribar a la organización entera pese a haber militado en ella o apoyarla en silencio. ¿Desde cuándo convertirse en un palmero ha mejorado a ningún país o partido? Los políticos no tienen el monopolio de los valores, sino de su estrategia. Las redes sociales amplifican ese fenómeno peligroso que, por suerte, aún no es tan común en la calle.
Habrán ido cambiando las formas, pero tampoco cabe idealizar un pasado anárquico o asambleario en los partidos. Ya en el siglo XX Robert Michels teorizaba sobre la ley de hierro de la oligarquía: el poder tiende a concentrarse. Los partidos reproducen estructuras a su alrededor, sea vía cuadros propios o vía altavoces externos.
Asumamos nuestro cinismo: la delgada línea entre si nos parece bien o mal apartar a las voces discrepantes también tiene que ver con que un líder llegue o no al Gobierno. En eso son parecidos rojos y azules. No es únicamente una cosa de Pedro Sánchez contra el PSOE disidente.
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