Vargas Llosa y la derecha española
El escritor hispanoperuano pudo demostrar a millones de lectores que el arte y la cultura llegan justamente donde no llega la política


A comienzos de 2012, el recién elegido Gobierno de Mariano Rajoy le ofreció a Mario Vargas Llosa la dirección del Instituto Cervantes. Era un movimiento lógico: quién como un escritor de su magnitud, quién como un Nobel y quién como un americano de tantos afectos españoles para representar con prestigio la cultura hispanófona en el mundo. La invitación, sin embargo, era ante todo una cortesía hacia quien —se sabía— no podía aceptar un cargo de tanta intensidad ejecutiva. Una manera de honrar a quien, como único Nobel vivo en español, ya actuaba de embajador de nuestra gran singularidad: ese entendimiento entre la orilla americana y la española de la lengua, tan visible en la literatura desde los tiempos del Inca Garcilaso —otro peruano—, muy leído por el propio Vargas Llosa. No cabe duda de que, tras su muerte, el mundo hispanoparlante va a acusar ahora el vacío de estar sin Nobel de Literatura: solo Francia, si no me salen mal las cuentas, tiene tres galardonados vivos. Podemos quejarnos de que esta situación no refleja el peso de nuestra cultura y nuestro idioma: como fuere, hasta ahora era Vargas Llosa quien encarnaba esta autoridad ante el mundo, y quien llevaba el polo hispanófono a ese lugar de prestigio geopolítico en el que los franceses, por no salir del ejemplo, siempre han querido que esté su lengua. No fue pequeño el favor que así nos hizo. Y era también un movimiento lógico, por tanto, reconocérselo, aun cuando Vargas Llosa siempre estuviera en una coordinada —Faes, UPyD, Ciudadanos— que no era la misma del Gobierno de Rajoy. Sobre esto volveremos.
La España contemporánea le debe más cosas. Son llamativas las fuerzas que para cualquiera serían antitéticas y que, sin embargo, Vargas Llosa supo armonizar en su vida. El trabajo casi benedictino de su manera de novelar y una vida pasional con momentos de dramatismo dignos de un lord Byron. En literatura, la lección del siglo XIX de Flaubert y la del XX de Faulkner. En su contextura intelectual, un amor por la tradición hispánica del todo compatible con una mirada nítidamente americana y con ese arraigo vital en el Perú sin el que nada se explica. También, un perfil afrancesado de interviniente en el debate público y, en cambio, unos aprecios en política que le acercaban más a lo británico. Es Vargas Llosa, capaz de escribir como nadie del poder —en ficción y no ficción—y a la vez perder unas elecciones democráticas; capaz de ser un fabulador de técnica perfecta y también un intelectual público que —para colmo— podía expresarse como un orador de alta doma clásica. Realmente, se necesitaba a alguien de su dimensión para compatibilizar la Academia y el ¡Hola!, para escribir sobre la civilización del espectáculo y acabar también —signa temporum!— como parte de él. Quizá, con todo, el mayor imposible que logró conciliar fue un liberalismo de matriz thatcheriana con un reconocimiento universal que le llevó hasta el Nobel. Una rareza extrema: a nadie han aborrecido más los estamentos creativos que a la Thatcher.
Y ahí se agazapa también, como decíamos, una lección. Al alinearse con una opción política en extremo impopular entre los suyos, Vargas Llosa demuestra la trascendencia que otorga a la libertad como responsabilidad, como exigencia en conciencia. Él, como tantos escritores latinoamericanos casi inevitablemente politizados —Neruda, García Márquez…— había comenzado en la revolución y la mística guerrillera, para ser de los pocos que luego iban a convertir esa ilusión, como diría Furet, en un pasado. El niño bien que se hizo comunista para no ser niño bien supo —de Castro a Chávez— que debía alinearse con la verdad que denunciaban sus ojos. Y el demiurgo de tantas ficciones sabía que, en la política, sucumbir a “la tentación de la irrealidad” —revoluciones, utopías— tiene “trágicas consecuencias”. Una generosidad del peruano: llevar su prosa al comentario de actualidad política a sabiendas de que eso rara vez añade a una obra de escritor.
Vargas Llosa hizo un gran servicio a la causa de la libertad siquiera porque era en extremo difícil que nadie se atreviera a esnobearlo o a mostrarse condescendiente con él. Pudo, sin duda, demostrar a millones que el arte y la cultura llegan justamente donde no llega la política, y por eso tuvo lectores rendidos a izquierdas y derechas. Pero su militancia liberal sirvió también para que no pocos quedaran retratados: por su falta de generosidad, por su sectarismo o por haberse quedado a deshoras en las laderas de la Sierra Maestra. Quizá los más escocidos con él fueron siempre los nacionalistas en general y los nacionalistas catalanes en particular, en tanto que Vargas Llosa tuvo el nacionalismo como “ideología inevitablemente autoritaria” y “el gran enemigo de la libertad en nuestro tiempo”.
En el caso catalán, sabía de primera mano de lo que hablaba: al defender la España constitucional —de modo muy notable en las movilizaciones de 2017—, Vargas Llosa no estaba sino defendiendo aquella Barcelona de leyenda en la que vivió y triunfó cuando fue la adelantada de la libertad en el país. Y también sabía lo que defendía al defender la Transición: en España tendemos a olvidar que los extranjeros admiran la Transición porque fueron los primeros en creer que no saldría adelante. Aquel 2017, el testimonio de Vargas Llosa fue un espaldarazo de moral ante el mundo. Pero él, que tantos favores nos hizo, se sentía libre de no deber nada a nadie que no fuera obediencia a su conciencia: esa primera libertad de hacer lo que le dio la gana. Así, hombre sin apegos conservadores y expresamente laico, prefirió siempre opciones de pureza más radical que el PP —UPyD, Faes, Ciudadanos—. En la propia derecha hubo alguno que le acusó de esquematismo, de tirar de manual: la resistencia a toda planificación —dice Oakeshott— puede ser mejor que lo contrario, pero pertenece al mismo estilo de política. Como fuere, al final de sus días, quiso ver en Isabel Díaz Ayuso una reviviscencia de aquella Thatcher que treinta, cuarenta años antes, le había fascinado. Hacía aún más años que le daba igual lo que pensaran los demás.
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