“No den la espalda a la política”
Lo que se presenta como un problema de seguridad mundial ha interferido en nuestro cómodo politiqueo habitual


“Esto es mucho más que ruido”, dijo el veterano político Aitor Esteban en su despedida del Congreso. Y dirigiéndose a los jóvenes remachó: “no den la espalda a la política”. Son palabras que le honran y anticipan la añoranza de su futura ausencia del hemiciclo. El hecho de que coincidieran además con el debate sobre defensa les añade un plus de relevancia. Porque el problema de la política no es el ruido o la intensidad con la que nuestros políticos se enfrentan dialécticamente en la sede de la soberanía popular; es su incapacidad para ver más allá de sus tacticismos primarios. En unos momentos en los que todo parece romperse, con el atlantismo hecho trizas, dos guerras en marcha y en plena transición tecnológica y energética, el espectáculo de la escenificación del disenso no es demasiado edificante. Si la política está para resolver problemas, no para crearlos, a quien debería haberse dirigido esa frase no es a los jóvenes, es a los políticos mismos. Si estos cumplieran, los jóvenes se acercarían más que gustosos a la conversación pública.
Podemos discutir ad infinitum lo que significa “cumplir” en política, porque como nos recuerda Michael Ignatieff en una reciente entrevista en la Revista de Occidente, “la política es combate”. Pero es una guerra falsa. La razón por la que nos importa la democracia es porque nos impide luchar entre nosotros. Por eso el antagonismo en política tiene que ser manejado muy cuidadosamente [...] somos adversarios, no enemigos”. Ahora que hemos entrado en la retórica de la guerra real, es importante distinguir lo que significa esta distinción. Porque una cosa son nuestros desacuerdos internos, y otra bien distinta es enfrentar la amenaza de la guerra en su sentido más estricto. Salvando todas las distancias, nuestro debate sobre el tema recordaba la narración que hacía Tucídides del choque entre demagogos en las asambleas atenienses mientras los espartanos mantenían una unicidad de posturas asombrosa.
Que no se me malinterprete: bienvenidas sean las discrepancias. Si no las hubiera, dejaríamos de ser una democracia. Pero estemos a la altura de este nuevo tiempo. Si hay algo en lo que coinciden los intereses de Donald Trump y Vladímir Putin es en buscar la división de Europa, y ambos son bien conscientes de que nuestro punto débil son nuestras propias diferencias internas; algo que puede ser una fortaleza se convierte en una carga cuando lo que exigen las circunstancias son decisiones coordinadas. Con todo, lo que más me decepcionó del debate no fueron las clásicas desavenencias, fue la ausencia de explicaciones claras sobre la imperiosa y urgente necesidad de actuar o el estado real de nuestras Fuerzas Armadas. ¿Basta con un mero cambio contable, ascender al famoso 2%, o para estar preparados de verdad se precisa su completa reorganización? Y en ese caso, ¿cuál? ¿Es un programa de largo aliento o algo coyuntural? Porque entonces es inevitable meter en la ecuación a quienes puedan llegar a gobernar en el futuro; o sea, un pacto de Estado entre los dos grandes partidos. ¿Qué alternativa de defensa ofrecen quienes quieren salir de la OTAN? Sí, comparto su horror a la guerra, ¿quién no? ¿Pero cuál es su alternativa, rendirnos en cuanto comiencen a aparecer los misiles?
En suma, mi impresión es que lo que se presenta como un problema existencial ha interferido en nuestro cómodo politiqueo habitual, que es para lo que de verdad están preparados nuestros políticos. La sensación que se extiende es que tanto la UE como la OTAN nos han puesto unos deberes que nos cuesta cumplimentar porque hemos venido haciendo pellas durante demasiado tiempo. Y les aterra abordar lo que al parecer demandan los tiempos: exigir sacrificios y cambiar el orden de prioridades.
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