Dios y la carne
Después de tanto invierno del alma nuestra, nos morimos por vivir la vida


Anoche estuve en un cine de verano por primera vez desde que el virus nos cambió la vida. Parecía una misa laica. Una parroquia de sillas de resina dispuestas en hemiciclo adorando a una pantalla de lona plantada, casualmente, en un descampado casi a los pies de la alcoba del obispo de Alcalá de Henares. Sí, el que dijo en una homilía de Viernes Santo, casi mirando a las cámaras de la televisión pública, que los homosexuales, a veces, van a bares de hombres y allí encuentran el infierno. Desde entonces, cada vez que paso por su magnífico y arzobispal palacio, me pregunto cómo puede dormir en la paz de Dios ese varón supuestamente santo. Si despierto elucubra tales fantasías calenturientas, no me quiero imaginar sus pesadillas. Pero estábamos en el cine, que me condeno yo sola. Aunque la película era de las buenas, lo mejorcito estaba en la platea. Pandillas de adolescentes con las hormonas al baño María, y de señoras con las suyas a medio camino entre la lava y la ceniza del volcán Cumbre Vieja. Matrimonios de décadas sin siquiera tocarse y parejas novísimas sin quitarse las manos de encima. Hombres y mujeres solitarios buscando calor humano para soportar el meteorológico. Críos dando por saco. Hijos e hijas de vecino, en fin, disfrutando en amor y compañía de un plan sencillo y gratuito después de pasarse el día encerrados en casa o en el curro para sobrevivir a la solanera asesina. Daba gusto vernos.
Tanto que hasta yo, sin ser religiosa ni nada de eso, sentí un momento de rara comunión colectiva. Nunca ha sido una de fiestas multitudinarias, ni de encierros, ni de toros, ni de récords Guinness de empinar el codo, pero este año es distinto y esa noche de cine fue, sí, mi particular chupinazo del verano. Después de tanto invierno del alma nuestra, nos morimos por vivir la vida. Mientras ahí fuera arrecian vientos reaccionarios y hasta los socios de Gobierno se apuñalan a la cara para salvar el culo del cambio de ciclo, un puñado de mortales salimos anoche del paraje público conocido como Huerta del Obispo en gracia de quien quiera que sea el Dios verdadero a un mundo que nunca volverá a ser el mismo. En ese solar, por cierto, atronarán este fin de semana los fastos del Orgullo LGTBI de mi pueblo. Al pasar bajo el historiado balcón de su residencia, no pude evitar imaginar al reverendísimo pastor, desvelado por el musicón y la sofoquina, fisgando a hurtadillas las ganas de comerse las unas a las otras de sus ovejas descarriadas. Peliculera que es una.
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