La fuerza civilizatoria de la hipocresía
Nuestra diferencia con Alemania es que allí las discrepancias se discuten con educación y argumentos; aquí preferimos hacerlo con hiperventilación y saña


Pocas cosas han recibido últimamente tanto eco entre nosotros como la ceremonia de transición de poderes en Alemania. “Modelo”, ¡qué envidia!, así se hacen las cosas... Y un largo etcétera de expresiones que denotan nuestra añoranza por otra forma de hacer política. Lo malo es que muchos de los que esto afirman practican a la vez el tipo de política contrario al ejemplo alemán. Con salvadas excepciones, después del elogio se suele añadir la coletilla de “es que con esta oposición” o “es que con este Gobierno”... Los males nunca están de nuestro lado; el responsable siempre es el otro. Para constatarlo no hace falta apoyarse en la semi-verificación empírica de nuestro círculo de amigos o conocidos, basta pasearse por todo el abanico de medios de uno u otro signo para acabar llegando a la misma conclusión.
Lo interesante —y lo bueno— del caso es que hay consenso sobre el ideal; lo malo es que ninguna de las partes parece desear poner los medios para que se realice. O sea, que se queda en meras palabras. De todas formas, en esto no es fácil ser equidistante. Por su mismo carácter de oposición, esta siempre será más hiriente y desbocada que el Gobierno; más aún teniendo el aliento Vox en el cogote. Lo que ocurre es que sus socios gustan de hacer oposición a la oposición, con lo cual las fuerzas se equilibran, y la espiral ya deviene en algo inevitable. Nuestra diferencia con Alemania es que allí las discrepancias se discuten con educación y argumentos; aquí preferimos hacerlo con hiperventilación y saña. Salvo en las meramente declarativas, no hay intervención política que no se cargue de indignación y se haga con ánimo insultante.
Esto viene a cuento del ya famoso “coño” pronunciado el otro día en el Congreso por Pablo Casado. En dicha expresión se ha visto un síntoma inaceptable de la deriva hacia el abismo de nuestro discurso público. Qué quieren que les diga, me parece una reacción hipócrita, ya llevamos en eso varios lustros. Una sola palabra, habitual además en el lenguaje coloquial, no puede convertirse en categoría. ¿O es que nos ha dado un súbito ataque de corrección política en el uso del lenguaje? ¿Acaso no hemos oído ahí mismo otros actos del habla peores y más ofensivos?
Con todo, creo que es bueno que se haya producido si sirve para tomar conciencia de la deriva en la que estábamos. Porque esta reacción hipócrita nos recuerda eso que Jon Elster llamaba, precisamente, la “fuerza civilizadora de la hipocresía”. Al formularse un discurso en un espacio público, dice, el orador no tiene más remedio que respetar determinadas formas y tiende a ocultar sus motivaciones últimas, viéndose compelido a presentarlas en términos imparciales y ajustados al interés general. Finge, porque va a lo suyo, pero hipócritamente lo presenta dirigido al interés general y a partir de ahí se facilita el entendimiento. Esta experiencia la hemos hecho todos cuando nos vemos obligados a manifestar nuestra posición en presencia de otros que no tienen por qué compartirla. Enseguida nos convertimos en “actores” (hypokrités en griego) o simuladores para dotarla de más fuerza.
El caso es que, como recuerda también Judith Shklar, este “vicio ordinario”, tan denostado en lo privado, tiene otra dimensión cuando saltamos al ámbito público.
Ahí resulta civilizador. Por eso seguimos normas de etiqueta o los principios de la buena educación. En suma, que lo que nos pasa es que nuestra política ha dejado de ser hipócrita y así no hay forma de discutir ni de convivir. Después de todo, el “coño” emitido por Casado está resultando ser mucho más elocuente de lo que él hubiera podido imaginar.
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