Una ley de la corona
Es una exigencia democrática que se elabore una norma que regule más extensamente aspectos que ahora se dejan al arbitrio de la Casa del Rey


El Gobierno no tiene nada en contra del regreso a España del rey emérito, Juan Carlos I. Si lo tuviera, habría hecho llegar su criterio a Felipe VI, como es su obligación constitucional. Así que cuando, esta semana, la ministra portavoz, Isabel Rodríguez, explicó que La Moncloa “será respetuosa” con la decisión que adopte su hijo, quería decir que el Gobierno ha examinado la situación y concluido que no hay inconveniente legal ni político, ni ha encontrado motivo alguno para “recomendar” lo contrario. Ahora es cuestión de que La Zarzuela valore el impacto que puede tener ese retorno en la imagen de la monarquía, aunque es muy posible que la alternativa (que continúe viviendo en el extranjero, en contra de su expreso deseo) tampoco ayude a proteger la figura del actual jefe del Estado, que, al fin y al cabo, es su hijo.
Sea como sea, si Juan Carlos I regresa a España, será después de que la Fiscalía cierre la investigación que mantiene abierta, igual que ha hecho ya la justicia suiza, que fue la primera en iniciar diligencias por posibles delitos de cobro de comisiones y blanqueo de capitales. Si no existen aquí tampoco pruebas que inculpen a Juan Carlos I por actividades realizadas después de su abdicación en 2014 (en el ejercicio de su función gozó de inviolabilidad), es muy probable que el rey emérito acuerde con la Casa del Rey las condiciones de su regreso: dónde vivir (descartada La Zarzuela por el malestar que provocaría, podría ser alguna otra propiedad de Patrimonio Nacional o la casa que facilite algún amigo) y los recursos económicos de los que dispondrá (Felipe VI le suprimió el pasado mes de marzo la asignación anual de 198.845 euros que recibía a cargo de la partida que los Presupuestos del Estado fijan para el mantenimiento de la Casa Real).
Si finalmente se cierra la investigación fiscal y Hacienda no tiene nada que objetar a las regularizaciones ya realizadas por Juan Carlos I, no hay nada que impida que el rey emérito regrese a España. Es incluso razonable que así suceda, porque la opción de que viva en el extranjero hasta su fallecimiento es aún peor. Pero que regrese a España no quiere decir que se pueda dar carpetazo a lo ocurrido. No tiene mucho sentido repetir hasta la saciedad los reproches morales que, sin duda, merece la actitud de Juan Carlos I, pero sí lo tiene que el Gobierno estudie con urgencia qué cambios legislativos se pueden aprobar para impedir que se produzcan casos semejantes en el futuro. Es una exigencia democrática que se elabore una ley de la corona que regule más extensamente aspectos que ahora se dejan al arbitrio de la Casa del Rey (por ejemplo, los regalos que reciba el monarca y la transparencia en sus gastos) o nuevas normas para que la gestión de su fortuna personal sea efectuada por profesionales conocidos por el Gobierno.
No debería ser difícil llegar a un acuerdo respecto a esa ley, siempre que no se confundan conceptos y se deje fuera de la discusión la inviolabilidad del rey durante el ejercicio de su cargo. Ese es un requisito imprescindible en una monarquía parlamentaria, como la española, y existe prácticamente en todas las democracias en las que el jefe del Estado, monarca o presidente de la República, sólo tiene funciones representativas. En esos casos, no es que no exista responsabilidad por los actos del rey en ejercicio de la jefatura del Estado, es que esa responsabilidad corresponde a los ministros.
Sin llegar al extremo de la Constitución danesa, que dice textualmente que la figura del rey es “sacrosanta” (el texto vigente es de 1953, no de hace tres siglos), la inviolabilidad no estuvo en discusión durante la elaboración de la Constitución española porque pronto quedó claro que en la monarquía parlamentaria española el rey estaría obligado a firmar y refrendar todo lo que el Gobierno y el Parlamento dispusieran. En el debate de 1978 hubo algunos intentos de dotarle de más competencias, todas rechazadas por la izquierda, UCD y los nacionalistas. Laureano López Rodó, de Alianza Popular, por ejemplo, insistió en atribuir al monarca competencias especiales (la más importante, disolver las Cortes “por sí mismo”) en caso de emergencia y la posibilidad de crear un Consejo de la Corona. Hasta el entonces presidente de las Cortes, Antonio Hernández Gil, a quien se atribuía cercanía con Juan Carlos I, estuvo en total desacuerdo. La monarquía española no sería una monarquía constitucional (en la que el jefe del Estado conserva algún poder ejecutivo), sino parlamentaria, en la que el rey ejerce la función de jefe del Estado bajo el control total del poder ejecutivo y legislativo.
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