Fatalidad
¿Existe una desgracia peor que la explosión de un volcán? Sí. Existe la avaricia de las eléctricas, su inhumanidad, su egoísmo, su inmoralidad


Es una fiel compañera de viaje de la Humanidad desde que tenemos memoria. La cultura clásica no puede concebirse sin su amargura, el zarpazo de crueldad que siempre puede empeorar lo que ya parecía peor que nunca. El oficio de ser humano consiste también en domarla, en imponerse a ella. Todos hemos pensado mucho en la fatalidad desde que el Cumbre Vieja impuso su ley sin piedad. Todos recordamos imágenes, nombres propios, quejas, rostros desesperados, pero esa fatalidad, con ser la peor, la más grave, no es la que me ha impulsado a escribir esta columna. Antes o después, La Palma renacerá, las plataneras rebrotarán, una prosperidad que ahora parece imposible dejará lecciones buenas, provechosas, para el futuro. Es otra fatalidad la que me parece intolerable. Día tras día, se enciende una bombilla amarilla en las pantallas de los telediarios. Día tras día, si es lunes, el precio de la luz es el más caro de la historia, si es martes, lo mismo, si es miércoles, igual. ¿Y pasa algo? No. ¿Qué va a pasar? Que si el mercado, que si el gas, que si el intervencionismo… Pura fatalidad. Recordarán ustedes la tragedia del Gallinero, invierno tras invierno sin luz, sin calefacción, una población infantil sometida a unas condiciones peores que las que describen las novelas de Dickens. Recordarán también las palabras de Ayuso, cuando dijo que ella no estaba en política para gestionar sentimientos. ¿Existe una desgracia, una fatalidad peor que la explosión de un volcán? Sí. Existe la avaricia de las eléctricas, su inhumanidad, su egoísmo, su inmoralidad. Las fajanas del Cumbre Vieja dejan tras de sí una oportunidad de crecimiento. La factura de la luz, sólo miseria. ¿De verdad vamos a consentirlo? ¿Mereceremos llamarnos seres humanos a nosotros mismos si no somos capaces de pararlo por los que están peor que nosotros? Yo creo que no.
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