Pura piel
Las imágenes de George Floyd o la del abrazo de Luna son el único instrumento que tienen algunos para afirmar su propia vida y nos permiten continuar esforzándonos por mantener una mirada ética sobre el mundo


Atravesó el desierto, nadó en el mar, llegó a tierra y encontró a Luna. Luego vino esa imagen que muestra cómo estar en presencia del otro me obliga a mirarle a los ojos, compartir su desamparo, sentir su cuerpo vulnerable. En Luna vimos la tensión entre la responsabilidad abstracta de la hospitalidad y la concreta, la que surge del simple impulso de la proximidad. La primera, racional, responde a nuestros valores democráticos; la segunda es pura piel: materialidad, inmediatez, cercanía. Sentimos al otro, su humanidad, al reconocer nuestra propia vulnerabilidad. Por eso la piel es más convincente que un discurso. Su mirada aterida nos persuade más que un alegato parlamentario, allí donde las políticas de inmigración toman el aroma bélico de la “defensa de Europa”. El frío de un ser desnudo desata nuestra compasión como un gesto instintivo, inmediato, casi animal. El cuidado del otro es un impulso previo a la libertad porque está guiado por la protección básica del otro necesitado. En realidad, no lo decido. Cuando me percato, ya estoy atrapada en él.
Quizás por eso durante esta pandemia nos ha costado tanto pensar en términos de cuidado. Sólo en los hospitales saben lo que realmente pasó. Lo que sigue pasando. Aprendimos de las experiencias que nos contaban las enfermeras, cómo se abrían a los pacientes con gestos de reconocimiento, de atención, sin esperar reciprocidad alguna. Como Luna. Trataban de explicarnos de qué manera nuestro comportamiento puede condicionar la vida de otras personas. Pero hay algo que nos impide experimentar esa responsabilidad intuitiva hasta que no tenemos el drama frente a nosotros. Deberíamos exigirnos el mismo grado de responsabilidad hacia todas las personas, y sin embargo, solo la sentimos cuando la palpamos, cuando la vemos desde la singularidad de su vida, de su historia, su desarrollo, su meta.
Pero si todas las personas requieren la misma empatía, ¿por qué normalizamos las conversaciones sobre el coste en vidas de abrir las terrazas, o reducir la libertad a una especie de agregado de sensaciones positivas, como las cañas, los toros, incluso ir a misa? Afortunadamente existen las fotografías, las historias contadas con imágenes donde, al ver un rostro, nos vacunamos contra la deshumanización, evitando volvernos insensibles ante la vida. La sencillez de mostrar un abrazo, a un niño rescatado del agua, nos conecta con el sentido más profundo del cuidado. Después habrá discursos, geopolítica, patriotismo. Incluso críticas y acusaciones por nuestro “buenismo”. Pero ahí están las imágenes: la de George Floyd, la de la niña palestina exclamando “Sólo tengo 10 años”, la del abrazo de Luna… Esas imágenes son el único instrumento que tienen algunos para afirmar su propia vida y nos permiten continuar esforzándonos por mantener una mirada ética sobre el mundo.
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