Apartar a Trump
Rendir cuentas y aislar al presidente es la única base para la reconstrucción

La democracia estadounidense sigue en pie. El Capitolio ha quedado despejado de la horda fascistoide que, espoleada por Donald Trump, lo asaltó, y los legítimos representantes de la soberanía nacional culminaron la certificación de la victoria electoral del candidato demócrata, Joe Biden. Antes, decenas de jueces resistieron las presiones de la Casa Blanca para subvertir ese resultado. También lo hizo, de forma admirable, Brad Raffensperger, el dirigente republicano de Georgia que, sin doblar ni un milímetro la espina dorsal, aguantó el abusivo intento del mandatario de forzarle a buscar como fuera los 11.000 votos que necesitaba. Muchos otros estuvieron a la altura de lo que se esperaba de ellos. Así, las costuras del sistema alumbrado en 1787 han aguantado la brutal embestida del trumpismo. Pero no cabe complacencia ninguna: el daño causado es enorme y será duradero. La labor de reconstrucción será ardua. El mundo en su conjunto, y Occidente en especial, tienen interés en que esta vaya a buen puerto y estabilice el rumbo de la mayor potencia del globo.
Hay dos órdenes de tarea por delante: qué hacer con el propio Donald Trump; qué hacer con el trumpismo y la fractura que abre en canal a la sociedad de Estados Unidos. En el primer caso, parece evidente que las acciones de Trump —con rasgos de autogolpe— no pueden quedar sin escrutinio. La restauración del prestigio de la democracia estadounidense debe empezar precisamente por un serio intento de aclarar y depurar responsabilidades por lo ocurrido, con el presidente en primera fila. Hay dos vías de acción en lo inmediato: recurrir a la 25ª enmienda de la Constitución para declarar a Trump incapaz antes del traspaso de poderes previsto para el día 20 o un impeachment ultrarrápido. Esta última opción, además del valor simbólico, tendría el activo de impedir al magnate volver a presentarse a las presidenciales. En otro orden, después del día 20, surge el dilema de si emprender investigaciones criminales sobre el que será ya expresidente, con la evidente carga que semejante paso supone. Todas estas opciones son dramáticas y presentan el riesgo de polarizar aún más. Pero la democracia estadounidense no puede inhibirse por ello. Lo ocurrido es inaudito y resulta necesario activar alguna de estas vías. En paralelo, aunque de forma tardía, las mayores redes sociales han empezado a poner una firme sordina al bochornoso esperpento emitido a diario por el inquilino de la Casa Blanca a través de sus plataformas. Esto debe seguir, y el debate sobre su papel en la difusión de mensajes de odio debe profundizarse.
La segunda tarea es más compleja aún si cabe. El control de ambas Cámaras del Congreso facilitará mucho la labor de Joe Biden. Podrán impulsarse con eficacia iniciativas legislativas. Pero esto no será de por sí el bálsamo que EE UU necesita para curar su herida existencial. Unos 74 millones de ciudadanos votaron a Trump. Solo una minoría de ellos son radicales, pero una parte muy consistente ha asimilado el concepto —impulsado por el presidente y buena parte de la dirigencia republicana— de que la elección fue fraudulenta. La desconfianza, o incluso el resentimiento, permanecerán en el subsuelo. Biden tendrá que tender la mano. Pero igual o más importante aún es que el Partido Republicano —tras convertirse en el pasado cuatrienio en un club de sumisos halagadores de Trump— debe cortar, hacerle el vacío y asumir una actitud constructiva en el Congreso. Debe encapsularse el veneno populista, y eso, en enorme medida, depende de los actos y la retórica de los republicanos, que por fin dan señales firmes de alejamiento del magnate.
El daño es enorme. El bochornoso espectáculo ofrecido erosiona el prestigio de la democracia más poderosa del planeta. La fuerza de la democracia estadounidense siempre estuvo en su ejemplo y en su resultado. Eso fue lo que atrajo a tantos países hacia su modelo, y a tantas personas hacia su territorio. Está en el interés general que EE UU recupere una serena convivencia civil para asegurar no solo su estabilidad democrática, sino también que su influencia global se mantenga en la senda de la moderación y del derecho.
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