El oasis ya es un desierto
El bienio Torra ha aportado el recrudecimiento de los males desencadenados por sus predecesores


Decían los supremacistas locales que Cataluña era un oasis en el desierto español plagado de corruptos, incompetentes y retrógrados. Pero la evasión fiscal y el 3% pujolista, el desprecio a la economía y el austeritarismo de los recortes antisociales —diseñados por Convergència y votados por ERC—, la han convertido en un páramo. Los 30 meses de Torra en la Generalitat culminan el casi decenio en que ha imperado el procés secesionista. Son su peor caricatura. En ese tiempo la Generalitat no ha aportado nada sustancial (salvo daños) a los catalanes.
Una gestión se evalúa por sus resultados. Económicamente, el Principado ha perdido la primogenitura territorial medida en cuota del PIB, propiciando el sorpasso de Madrid. En dinamismo empresarial ha centrifugado las sedes de sus principales compañías y no impidió el desplome del grueso de su sistema financiero: casi todas las cajas desaparecieron. En bienestar social aún no se ha recuperado de los recortes de la Gran Recesión, los más duros de toda España. En densidad de autogobierno solo ha registrado pérdidas, sin lograr ni una sola nueva competencia.
Y en capacidad de influencia, se esfumaron la cocapitalidad, las visitas internacionales, la ejemplaridad hacia las demás comunidades, las propuestas para Europa.
A este desastre sin paliativos, el bienio Torra ha aportado el recrudecimiento de los males desencadenados por sus predecesores. Ha desafiado desde el Ejecutivo al Legislativo, denostando al Parlament y presionándole a delinquir. Ha atacado al poder judicial, incluidos los tribunales barceloneses. Y ha llevado el espíritu de enfrentamiento, enmascarado como “confrontación”, contra sus propios socios de Esquerra, boicoteando la Mesa de diálogo o sus intentos pactistas; contra el partido que le propuso, el PdeCat, al que ha fracturado con la ayuda de Waterloo, decapitando a los moderados; contra instituciones como el Consell de Garanties; contra sus propios funcionarios, especialmente los Mossos defensores del orden.
El drama es que el futuro inmediato se suele modular según las pautas del pasado más reciente. El 29 de enero Torra daba la legislatura por terminada, al carecer de “recorrido” por la “deslealtad” de Esquerra. Incumplió su promesa de convocar elecciones. Pero los republicanos no han podido, no han sabido o no han querido exigirlas.
Ni aplicar su estrategia de pragmatismo, diálogo y negociación con Madrid (explicitada en el último libro de Oriol Junqueras y Marta Rovira, Tornarem a vèncer) frente a la de confrontación (que dibuja Carles Puigdemont en el suyo, M’explico). Por temor al desbordamiento de las bases radicales y a que los amos posconvergentes les vuelvan a sustraer la victoria que acarician en las encuestas y les devuelva a la condición de esclavos. Por todo ello, al no imponer su estrategia realista, han sucumbido, dejándose arrastrar a la ajena: la de la conflictividad.
Así que, de no producirse un milagroso giro absoluto, cabe esperar que a similitud de resultados electorales (eso no está aún escrito) se reproduzca un esquema de parecido gobierno de coalición indepe, que ni hace ni deja hacer: con las fracturas, ineficacias, deslealtades y odios ya experimentados. Cansinos. Resulta probable que no sean solo defectos episódicos de los implicados, sino un mal endémico, sistémico y permanente de la imposible fórmula secesionista. ¿Y la nación? ¡Ah! Arruinada.
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