Nuestra rodilla, nuestros negros
El mal ajeno vuelve a ser una oportunidad de oro para estudiar los brotes locales de racismo


El crimen televisado de un policía de Minnesota contra George Floyd ha desencadenado las protestas raciales en Estados Unidos. La violencia institucional comprende una variante que se ejecuta por las fuerzas de seguridad cuando no se someten a las mismas leyes que el resto de la población. La división de poderes no puede nunca asumir que alguno de ellos campe sin supervisión y mecanismos de control. Por repetitiva, la violencia policial contra los negros norteamericanos no deja de ser una inquietante muestra de que muchas cosas cambian demasiado lentamente. Desde los tiempos de las protestas por los derechos civiles los avances han sido mayúsculos, pero la distancia con la verdadera igualdad está bien lejos. Estados Unidos ha perdido en los últimos años prestigio democrático a zancadas asombrosas. Tanto es así, que otra superpotencia como China, las petrodictaduras árabes o la Rusia de un eternizado caudillo como Putin carecen de presión internacional para frenar sus desmanes contra la libertad individual. Tan solo Europa se alza como un referente de los derechos y las garantías, pese a la mala prensa que arrastra. Quizá su gestión económica tras la crisis sanitaria le ayude a recobrar la autoestima.
Estados Unidos vive en un permanente malentendido. Fantasea con construir un muro que detenga la llegada de la pobreza a sus ciudades mientras ignora que el Tercer Mundo está dentro de sus fronteras, que no puede desvincularse de él, pues lo representan millones de nacionales que viven en la pobreza, el desarraigo y la marginación. Pero sería demasiado indulgente asomarse a la desigualdad racial en Estados Unidos sin reparar en la que nos concierne a nosotros. Marginados hasta el ocultamiento casi absoluto, permanece en nuestra sociedad un estrato invisible y abandonado. También nosotros conocemos esa suburbial indigencia, pero la asociamos de manera automática a los problemas migratorios. Resulta ventajoso para nuestra conciencia manejarlo así. Lo ha vuelto a hacer esa línea perezosa de pensamiento que señala a los inmigrantes como los grandes beneficiarios de la renta mínima recién aprobada. Es un hábito señalar con medias verdades y tópicos interesados la repercusión de la población migrante en los agujeros del sistema sanitario, el sistema educativo y las políticas de inclusión.
La realidad es que tras batir el récord de menor número de nacimientos en nuestra historia, algunos siguen pensando en cómo lograr hacer retroceder el tiempo para convertir a nuestras mujeres en sus abuelas abnegadas. Que tengan suerte, si ese es su empeño. La realidad, como ha demostrado la ausencia de temporeros, braceros y mano de obra, es que el proceso migratorio, bien conducido, puede ser una fuente de riqueza y estabilidad. Para ello, claro, sería imprescindible que levantáramos nuestra rodilla del cuello de nuestros negros. También los tenemos y mientras son jóvenes, sanos e ilegales los utilizamos para potenciar nuestra cuenta de resultados. La ausencia de compromiso cívico con ellos nos condena a raptos puntuales de dignidad, tan inconsistentes como la condena sistemática de su inclusión racional en nuestra idea de futuro. El mal ajeno vuelve a ser una oportunidad de oro para estudiar los brotes locales de racismo y no precipitarnos hacia un error demasiado similar, al que ya no podremos mirar desde nuestra feliz superioridad.
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