1J: la primera elección de la nueva era
Las elecciones podrían confirmar que se ha cerrado el ciclo de la confiabilidad generalizada en las urnas, un valor que tomó cuatro décadas consolidar


La elección de 2024 fue parte de una normalidad logística y política construida a partir de la crisis por los comicios de 1988. Mañana, justo un año después, México experimentará, con disimulada desazón, un modelo electoral que podría ser el inicio de un retroceso democrático.
Desde que Andrés Manuel López Obrador propuso en febrero del año pasado una reforma judicial, que cambiaría no solo a las personas que procuran justicia por la vía del voto, sino la manera en que se gobierna ese poder, el debate se concentró en los riesgos jurídicos de esa idea.
Mares de palabras se han dicho sobre el retroceso que podría vivir el Poder Judicial; por la llegada de perfiles no idóneos, y porque quién descarta que no pocos de los jueces deberán su arribo a poderes facciosos (v. gr. partidos o sindicatos que ilegalmente operen votos).
El tema de la descapitalización del PJ a nivel federal es un hecho. De un mazazo, hace meses la reforma cercenó la carrera de la mitad de los impartidores, abriendo las vacantes que el día de mañana serán cubiertas. Alguno recuperará la plaza que ya tenía; no serán los más.
Y de la misma forma en que en estos meses colectivos como la “Asociación Defensores”expusieron a candidatos de dudosa idoneidad, subsanando en algo la frívola omisión de comités como el del Poder Legislativo, en los próximos días empezará una nueva criba.
Con el listado de los nombres de quienes finalmente resulten elegidos, la sociedad enfrentará la ardua tarea de desentrañar las ligas o nexos —las deudas políticas, en suma— de quienes serán jueces, magistrados y ministras y ministros. Pero ahí no acabará la tarea.
Porque en este mes de junio asistiremos no a uno, sino a dos procesos históricos. La elección judicial supone un binomio donde, una vez ocurrida la votación, además de ocuparnos del frankensteniano poder que surja de las urnas, hemos de revisar la elección misma.
Los comicios de mañana serán los menos parecidos al ciclo de procesos que a costo muy alto, en vidas humanas y recursos económicos y políticos, se instituyeron en México con la oleada de reformas pactadas entre el PRI y la oposición desde el salinismo.
El ímpetu de cada reforma en estos 35 años fue hacer menos relevante el papel del gobierno, y del partido en el mismo, en todas las fases de una elección; de varias formas, sin embargo, este domingo el régimen obradorista está en el centro mismo de la jornada electoral.
Esto va más allá de si López Obrador impulsó la reforma por venganza o por coherencia populista (anular contrapesos, que le llaman): mañana 1 de junio también ocurrirá un experimento electoral en el que, de inicio pero para nada cosa menor, se minimiza el rol de los ciudadanos.
¿Quién puede decir que el expresidente López Obrador sabía que el debate se consumiría preponderantemente, y en un lenguaje arcano, en si los jueces deben o no ser electos por voto popular, para al amparo de esa “distracción” él llevar las cosas a su terreno?
Andrés Manuel habría puesto un cebo —agitar animosidad hacia integrantes de un poder visto como proclive a privilegios y aislado de la realidad del mexicano de a pie— al tiempo que, dueño y señor de la capacidad para movilizar, hacía pasable el anzuelo de ir a las urnas.
¿Si en la campaña de 2024, junto con la oferta de elegir a jueces se hubiera informado que un proceso así solo podría ser factible, en lo inmediato, quitando a los ciudadanos una de las claves de la confiabilidad de las elecciones mexicanas, ésa que es la de que son nuestros vecinos quienes cuentan, en la misma noche de la jornada y a vista de todos, los votos, habría apoyado la mayoría esta reforma?
La frase elegir impartidores de justicia en las urnas tenía un significado bien distinto hace un año que hoy. Porque las elecciones que estaban en mayo de 2024 en la cabeza de todas y todos, que a la postre se tradujeron en una jornada ejemplar, hoy son una realidad casi remota.
Sin obviar el voto convencido, a favor o en contra, de un segmento de los electores, este domingo convergirán cuatro dinámicas: una movilización tipo día D de Morena y aliados; la prueba de fuego de la operación para incidir en la votación mediante acordeones y cobertura mediática inequitativa; una logística de captación de votos que el INE tuvo que improvisar ante la escasez de recursos necesarios, y una densa sospecha en la imparcialidad de los árbitros.
Cuando digo que López Obrador llevó a todos a sus terrenos es que al dinamitar la carrera judicial como vía de acceso a un juzgado, y poner a los aspirantes a buscar votos, se aseguró la ventaja para el movimiento que nació pateando calles y caminos, para el grupo que ya en los gobiernos —fuera en el de la capital o en los estados, fuera en la Federación desde 2018– nunca tuvo empacho en borrar la frontera entre los recursos públicos y las operaciones partidistas.
El experimento de López Obrador se cargará no solo un Poder Judicial defectuoso y mejorable (que incluía corrupción, desde luego), sino que supone un estrés del que difícilmente saldrá bien librado el edificio que para tener comicios confiables se construyó desde los noventa.
La presidencia del INE y algunos de los consejeros llegados en la última sustitución (abril 2023) a la mesa principal de ese instituto han mostrado una diáfana aquiescencia con el régimen de Morena. Y en paralelo, se ha socavado la colegialidad de importantes decisiones. De la mayoría de los integrantes del Tribunal electoral, no hace falta ni decir para qué monte tiran.
Por si fuera poco, Morena y aliados incumplieron con su obligación legal de mantenerse al margen. La operación de los acordeones, que supone una articulación estructurada por semanas o meses rumbo a la cita de mañana, es solo la punta del iceberg.
Como en los viejos tiempos, y salvo una extrema sorpresa, hoy veremos coronarse a favoritos cuyo éxito no surgió de una estrategia virtuosa, de una campaña original y coherente entre la forma y el fondo de su oferta, de la forma de competir contra, o imponerse a, otros candidatos, vaya: no, la mayoría de los favoritos son de un color, y a ese color se atribuye la alta probabilidad de su triunfo. Así de guinda.
Que en el camino el enjambre de mercenarios digitales que simpatizan con ese mismo color hagan el caldo gordo a los favoritos del régimen es solo un elemento más de un paisaje de elecciones de Estado que algunos creyeron pertenecían al ayer nacional.
Hasta 2024 (y a pesar de la sostenida y grosera, además de ilegal y antidemocrática, intervención de López Obrador en los comicios) se mantuvo el acuerdo entre partidos y sociedad de que los desacuerdos se dirimían en el marco de los órganos electorales y con el veredicto de las urnas.
¿Cuánto de ese acuerdo basal de nuestra democracia sobrevivirá mañana? Las elecciones de este 1 de junio podrían confirmar que se ha cerrado el ciclo de la confiabilidad generalizada en las urnas, un valor que tomó cuatro décadas consolidar.
Un árbitro titubeante, que nunca se adelantó ni metió las manos frente los goles que desde el régimen le fueron metiendo, una oposición que no vio venir que en el proceso también estaba en juego la vigencia de un modelo electoral no gobiernista, y un régimen autoindulgente en sus excesos y chapuzas protagonizan hoy la primera elección de la nueva era. A ver qué dice al respecto la ciudadanía.
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