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Michoacán, territorio indomable

El Estado, en el ojo del huracán por los últimos episodios de violencia, es uno de los símbolos de la crisis de seguridad mexicana. Aquí, donde se declaró ‘la guerra contra el narco’, las mafias llevan décadas incrustadas en la política y la economía

Funeral of Carlos Alberto Manzo in Uruapan, Michoacán
David Marcial Pérez

Hay muertes que se convierten en símbolos y, a veces, incluso en puntos de inflexión. El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, ha detonado una protesta social pocas veces vista en Michoacán, tristemente acostumbrado al dolor y la impotencia. El estallido ha llevado incluso a reaccionar al Gobierno federal de Claudia Sheinbaum. Pero hace casi 20 años, apenas a unas cuadras de la plaza municipal donde acribillaron a quemarropa al alcalde, sucedió otro episodio que marcó la memoria reciente del país. La madrugada del 6 de septiembre de 2006, una veintena de tipos encapuchados con rifles de asalto y vestidos con uniforme de policía entraron a tiros en una discoteca. Antes de irse, sacaron de una bolsa cinco cabezas humanas y las dejaron sobre la pista de baile. Tres meses después de aquello, una de las primeras exhibiciones de narcoterror en México, el presidente Felipe Calderón anunciaba nada más al llegar al poder que sacaba a los militares a la calle. Daba comienzo la infausta guerra contra el narco y sus decenas de miles de muertos y desaparecidos.

Fue en Michoacán donde los cuarteles se abrieron por primera vez. Donde el presidente Calderón, vestido con una gorra verde oliva y chamarra militar con el águila y las cinco estrellas en la solapa, llegó al aeropuerto de Uruapan para decirle a la tropa del Michoacán profundo, Apatzingán, el corazón de la violencia en Tierra Caliente: “En este gran esfuerzo nacional, en el que ustedes están en la primera línea de batalla, lo que buscamos es detener el avance de la delincuencia”. La policía recogió aquel año 17 cabezas humanas de las calles y los asesinatos se duplicaron. Llegaron 6.000 soldados a Michoacán para enfrentar a los cárteles. El sexenio siguiente, Enrique Peña Nieto prolongó la estrategia. Y luego Andrés Manuel López Obrador pasó a tomar más distancia pero sin devolver a los militares a los cuarteles.

El histórico de cifras de violencia en Michoacán durante estos años es elocuente. En 2006, rozaron los 700 asesinatos. Hubo alguna reducción en el intervalo, pero el año pasado cerró en más de 1.000 muertos. Michoacán es el símbolo de la interminable crisis de seguridad de México, de las estrategias fallidas, de la corrosión de la política y la economía por el crimen organizado y de la evolución de las mafias: del negocio de la droga a la extorsión, a parasitar los jugosos negocios del Estado. Desde el aguacate de Uruapan, al limón de Tierra Caliente o las rutas comerciales con Asia desde el puerto Lázaro Cárdenas, uno de los mayores del Pacífico latinoamericano.

En Uruapan aún están velando a su alcalde, muy popular por enfrentar cara a cara al crimen. Pero también recuerdan las cabezas cortadas de 2006, las bombas en el Zócalo de la capital en 2008, los cadáveres colgando de los puentes, las desapariciones, las minas antipersona, los drones con explosivos. Hay velas, flores y carteles en el lugar exacto donde tirotearon a Manzo. La gente cruza la plaza y se detiene a leer los mensajes debajo de la sombra de árboles tropicales gigantes. Sin perder de vista a su nieto, que corretea por la plaza, un abuelo recuerda que “antes la violencia estaba más fea. Luego fue bajando algo. Pero esto es como las avispas: cuando las apedreas, pues ellas responden atacando. Así son los señores que están detrás de todo esto. Quieren sacar lana y en medio estamos el pueblo pobre que ya no sabe ni qué decir. Parece una maldición”, cuenta Benjamin García, un fontanero de 71 años que lleva tiempo sin trabajar por una lesión en la mano.

Esa maldición puede tener que ver con que Michoacán sea uno de los Estados más pobres del país -más del 40% de la población está por debajo del umbral de la pobreza- mientras que cuenta con motores económicos tan potentes como ser el primer productor mundial de aguacates, limón y frutos rojos; albergar una planta de acero de ArcelorMittal, la mayor acerera del mundo; o tener a gigantes chinos y europeos operando el puerto. El economista Carlos Heredia, asesor del gobierno estatal en 2002-2008 lo explica así: “No es que la violencia esté incrustada en el ADN de los michoacanos, es que aquí hay mucho dinero. Y eso es un imán para el crimen. Es un Estado rico con un pueblo pobre”.

La convulsa historia de Michoacán se remonta a las políticas desarrollistas herederas de la Revolución. El presidente Lázaro Cardenas, uno de los padres del México moderno, impulsó en los cincuenta una reforma agraria que potenció el desarrollo del campo. Pero ese impulso se fue ralentizando y los agricultores michoacanos pasaron a engrosar la filas de los braceros, el éxodo masivo de trabajadores del campo a Estados Unidos. “Esa decadencia propició la formación de grupos armados, delincuentes comunes dedicados al despojo de tierras y al robo. Y además, la salida de tanta gente a EE UU favoreció un cauce natural para el trasiego de droga en pequeñas cantidades. El resultado es un escenario actual donde los cárteles han diversificado sus actividades criminales y han aumentado su potencia de fuego como respuesta a la militarización”, explica la analista política especialista en Michoacán Lorena Cortés.

La evolución del crimen en Michoacán, sobre todo en el valle de Tierra Caliente, es una foto en movimiento de los diferentes cambios en el negocio y de los hitos de la crisis de seguridad. Desde los 60, el clima seco y caluroso de la zona propició los cultivos de marihuana. Durante esa primera época había incluso una cierta permisividad por parte de las autoridades. Pero la vista gorda se acabó en 1985 con el secuestro y salvaje asesinato del agente de la DEA, Kiki Camarena. Su cadáver fue encontrado en un rancho en Michoacán, cerca de la frontera con Jalisco. La presión de EE UU y los nuevos negocios cambiaron el panorama. Desde el puerto de Lázaro Cárdenas comenzaron a entrar precursores asiáticos para drogas sintéticas. Con el cambio de siglo, Michoacán se vuelve territorio Zeta, una mafia formada por desertores de un cuerpo de élite del Ejército mexicano.

Los Zetas, pioneros de la violencia extrema que llega hasta hoy, entraron de la mano de una mafia local y estrafalaria, La Familia Michoacana, con un espíritu pseudo-místico y regionalista. Fueron los responsables de las cabezas cortadas en la discoteca, junto a este mensaje: “Esto es justicia divina. La Familia no mata inocentes”. La alianza se rompió ese 2006 y la violencia se desbordó hasta límites inimaginables. Ya con los militares en las calles, los agricultores pobres se levantaron en armas formando grupos de autodefensas. El Gobierno de Peña Nieto se centró en capturar a los principales capos. Descabezadas las grandes organizaciones criminales, se produjo una nueva mutación: una galaxia de nuevos grupos atomizados y sedientos por sacar tajada de cualquier esquina. Llegó la extorsión, las minas antipersona, los drones con explosivos y hasta la aparición de mercenarios colombianos contratados por las mafias.

Así se llega al escenario actual, donde el gran protagonista del mapa criminal en Michoacán, y en gran parte del país, es el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Una mafia moderna nacida al calor de la decadencia de los carteles clásicos y que funciona más bien como una franquicia, una marca alejada de los códigos viejos del hampa, que se dedicaban a la droga y dejaban fuera la extorsión y el secuestro de la población. La pelea en Michoacán es CNJG contra todos: contra Carteles Unidos, que controla gran parte de Apatzingán y mantiene una batalla por la frontera con Jalisco que asola pueblos enteros. Contra Los Viagras, que someten la zona limonera. O contra los últimos remanentes de La Familia, situados en las zonas fronterizas con Guerrero y el Estado de México.

De hecho, en Michoacán tiene CNJG uno de sus bastiones. Se trata de Aguililla, el pueblo natal de su líder, El Mencho, uno de los criminales más buscado por la DEA. Durante meses llegó a funcionar prácticamente como una zona liberada de la autoridad del Estado, donde los criminales hacían y deshacían ante la mirada del Ejército, desplegado en los márgenes del pueblo. Un ejemplo de la política de contención implantada por el gobierno de López Obrador.

El asesor Heredia sintetiza cómo ha ido cambiando la relación entre crimen y política. “Hemos pasado de la tolerancia a la complicidad. Se volvió natural que el narco financiara campañas para influir, sobre todo, en los municipios. De ahí, se pasó a la asociación conjunta y ahora estamos en la subordinación. El crimen es el que decide qué se hace y matan al que se oponga”. Así le sucedió al alcalde Manzo, que tenía en la mira precisamente al Cartel Jalisco. O al productor de cítricos Bernardo Bravo, que alzó la voz contra las extorsiones a los agricultores en Tierra Caliente.

La penetración del crimen en la política también ha dejado casos sonados. En 2009, la Procuraduría General de la República acusó a Julio César Godoy, medio hermano del gobernador Leonel Godoy, de tener vínculos con La Familia Michoacana, poco después de que ganara las elecciones como diputado federal. En 2014, un hijo del gobernador de entonces, Fausto Vallejo, aparecía en un video charlando tranquilamente con un capo de Los Caballeros Templarios, escisión de la Familia Michoacana. Las imágenes mostraban al hijo del gobernador tomando cerveza con La Tuta mientras analizaban la situación del Estado. Cinco días después, el mandatario presentaba su renuncia.

La presidenta Sheinbaum ha reaccionado al estallido social de los últimos días en el Estado. Desde Apatzingán a la propia capital, se han sucedido las protestas clamando justicia y seguridad. La mandataria ha presentado un plan específico que implica el envío de fuerzas federales y la creación de oficinas de la presidencia en distintos municipios, comenzando con Uruapan. La iniciativa presidencial retoma algunas de las medidas aplicadas en sexenios anteriores. Como el envío en 2014 por parte de Peña Nieto de un comisionado especial para la seguridad y el desarrollo de Michoacán. La presidenta ha insistido en que su plan no implica militarizar al Estado o aplicar estrategias del pasado. Los analistas consultados para este reportaje piden tiempo para comprobar si esta nueva receta logra imponer algo de paz en esta tierra indomable.

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Sobre la firma

David Marcial Pérez
Reportero en la oficina de Ciudad de México. Está especializado en temas políticos, económicos y culturales. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en El País. Antes trabajó en Cinco Días y Cadena Ser. Es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid y máster en periodismo de El País y en Literatura Comparada por la UNED.
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