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Claudia Sheinbaum
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La presidencia inesperada

Erraron en sus pronósticos. No por falta de datos, sino por la opacidad de sus certezas. La evidencia siempre estuvo expuesta

Foto: Carlo Echegoyen | Vídeo: EPV
Vanessa Romero Rocha

A Claudia Sheinbaum la juzgaron con parámetros ajenos. Aprensiones prestadas que buscaban convencer de que lo único que llegaría con ella sería el remedo del temido Macuspano.

Ahora les irrita que la Presidenta no se parezca a la caricatura que le trazaron. Maldicen a la realidad por la insolencia de no someterse a su prejuicioso entendimiento.

Allí donde estaban las pruebas de su gestión en la Ciudad de México —rigor técnico, obediencia a los datos, eficacia en la ejecución— eligieron la miopía. Teniendo ojos, no vieron. Prefirieron convocar espectros y alimentar el retorno de su villano personal.

Un año después, la verdadera historia se cuenta.

La Presidenta —aunque a muchos incomode— está enraizada en el Movimiento de Regeneración Nacional. Lo asume y lo presume. Al fin que, como escribió William Blake, no hay pájaro que vuele demasiado alto si lo hace con sus propias alas.

Pero eso es apenas el inicio. Un año de mandato confirma lo que ya anticipaba la evidencia: el estilo de Sheinbaum es inconfundiblemente suyo. Sheinbaum es solo Sheinbaum.

Su mandato encarna una inusual contradicción. Se sostiene en la disciplina y en la fuerza, pero también en una sensibilidad infrecuente en la vida pública. Su firmeza no cancela su afecto popular: es la columna vertebral que sostiene su proyecto.

Se le acusa de autoritaria. A las mujeres que ejercen su voluntad con firmeza se les cuelga ese adjetivo. La crítica encubre un conocido arquetipo: misoginia. Lo que en un hombre se celebra como liderazgo, en una mujer se experimenta como intimidación. Confunden la realidad con la sombra deformada por sus prejuicios.

Su estilo difiere del de Andrés Manuel, aunque no suelta su mano. Donde López Obrador se afirmaba en la confrontación, ella prefiere el acuerdo. Donde él denunciaba a la mafia del poder, ella coloca en la misma frase a empresarios y trabajadores. Un doble gesto deliberado. Cálculo político. La improbable ambición de gobernar para todos: para quienes arriesgan el capital y para quienes entregan su esfuerzo.

Ese cambio de lenguaje ensancha la coalición sin abdicar del popular proyecto. El mensaje es claro: vamos todos, pero —por el bien de todos— primero van los pobres.

Es, también, evidencia de un modo femenino de practicar el liderazgo: más inclinado a la conciliación que a la confrontación abierta, más horizontal que vertical. Privilegiar el fondo sin descuidar la forma.

Mientras López Obrador convirtió a la oposición y a las élites en enemigos permanentes —no miente Ricardo Raphael cuando afirma que el obradorismo de Andrés fue confrontativo—, Sheinbaum se muestra con un rostro distinto.

La aplicación inmediata del Plan C —pensado originalmente para administrarse en el tiempo— le ha dejado un escenario sin oposición real, con un Poder Judicial menguado, con pocos autónomos y con los viejos adversarios casi sepultados. En ese vacío, Sheinbaum encontró en Salinas Pliego el antagonista perfecto: un deudor inmenso que condensa lo peor de nosotros. Un monumento al privilegio y a la obscena inmunidad.

También dentro de su propio castillo ha identificado ogros. Entes materialmente opuestos al proyecto transformador. A ellos —en vez de forjar la típica relación masculina de compadrazgo— ha preferido echarles encima al enorme Leviatán.

Sheinbaum —a diferencia del simbólico Macuspano— privilegia lo institucional sobre lo alegórico. Limita las demasiadas arengas en favor de la mística transformadora.

Se advirtió desde un inicio: donde López Obrador era intuición y generalidad —otros eran los tiempos—, Sheinbaum escucha, contrasta, confía en los datos. Sus indicadores clave de desempeño son la brújula. La técnica, su definición.

En esa diferencia de método se cifra buena parte de su estilo. Su inclinación por los datos la ha llevado a rodearse de técnicos. No sacrifica el talento en nombre de la lealtad. Con contadas excepciones que brillan y hieren, ha reclutado un coro de especialistas que la acompañan. Hombres y mujeres técnicos que la escoltan en su compleja empresa.

La convicción la completa. Antes de partir, López Obrador le transmitió la lección cardinal: el obradorismo es callejero. Vive en las plazas, en lo más recóndito del alejado cerro. Es ser vivo que nace, muere y se reproduce allí donde el pueblo. Ella lo ha verbalizado: caminar el país es bálsamo contra el vértigo.

Durante meses se sostuvo que Sheinbaum carecería de legado, que sería absorbida por la sombra del fundador. El primer año desmiente la conjetura. La apuesta de Sheinbaum no es contradecir ese legado, sino complementarlo. Completarlo. Atar los muchos cables dispersos de la primera transformación y erigir el edificio entero.

Sheinbaum —pescadora que convierte la ardua tarea de gobernar en el gesto trivial de abrir un atún en lata— trabaja para demostrar lo señalado el domingo anterior en la máxima tribuna: que el camino, aunque arduo, es el correcto.

El problema, entonces, no será la conveniencia del proyecto sino la figura destinada a encarnar la sucesión. Esa —como todas las demás— recaerá también en Claudia Sheinbaum.

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Sobre la firma

Vanessa Romero Rocha
Es abogada y escritora. Colaboradora en EL PAÍS y otros medios en México y el extranjero. Se especializa en análisis de temas políticos, legales y relacionados con la justicia. Es abogada y máster por la Escuela Libre de Derecho y por la University College London.
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