El ataque en CCH Sur destapa una crisis de seguridad en la UNAM
El asesinato de un estudiante y las crecientes amenazas han desatado miedo y una crisis de confianza en la universidad más grande del país que ha optado por suspender clases presenciales


Lex Ashton, un joven de 19 años, salió el 22 de septiembre de su casa con cuchillos escondidos en la mochila. Al llegar al Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) Sur, en Ciudad de México, ingresó como cualquier otro día, sin revisión ni controles de acceso. Dentro del plantel mató a Jesús Israel, un estudiante de 16 años, y agredió a un trabajador que intentó detenerlo. El hecho, sin precedentes en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), ha desencadenado una ola de pánico, amenazas y protestas que hoy mantienen a miles de estudiantes en paro o en clases en línea. La suspensión de actividades ha sido la principal medida de seguridad tomada por las autoridades educativas.
El crimen ocurrió en el CCH Sur, un campus de 11 hectáreas ubicado en Jardines del Pedregal, una de las zonas más exclusivas de la capital, pero con un terreno difícil de controlar, especialmente de noche. Allí conviven más de 13.000 alumnos en un espacio al que cualquiera puede entrar incluso sin mostrar credencial. El caso destapó las carencias de seguridad de la UNAM, la institución académica más grande de América Latina que aloja a más de 380.000 estudiantes en distintos planteles, lo que representa diversos retos, pues no es lo mismo gestionar las medidas en un plantel de bachillerato con menores de edad, que en un espacio de puertas abiertas como es Ciudad Universitaria.
Ángel Trejo, padre de un estudiante de CCH Sur de 17 años, habla con indignación. “Ya se sentía la inseguridad. Hubo una violación, un ataque con arma blanca, golpes a estudiantes, acoso. El año pasado prometieron mejoras, pero nada cambió. Los baños están insalubres, los pasillos ocupados por narcomenudeo con el visto bueno de jurídico, como se conoce al personal de seguridad”, relata. Trejo asegura que varios compañeros habían advertido sobre el joven agresor. “Avisaron al menos a dos maestros, quienes notificaron a psicología. Ahí dijeron que eso era asunto de jurídico y se estancó. El chico ya había sido reportado por violento y por llevar armas. Una semana antes lo denunciaron, pero nadie hizo nada. Eso lo saben los estudiantes”, asegura. Su desconfianza se extiende a la gestión institucional. “Los comunicados fueron deshumanizados, sin asumir responsabilidad. Quieren deslindarse porque el chico tenía una enfermedad mental, pero eso no justifica que no lo hayan detectado. Estaba en terapia dentro del propio CCH Sur”, denuncia.
Norma, madre del mismo alumno, cuestiona a los docentes. “El primer filtro deberían ser los profesores, pero no escuchan a los alumnos. Muchos ya no tienen interés. En clase uno le dijo a los compañeros de mi hijo que le encantaban las marchas feministas porque las estudiantes enseñaban mucho. Y la dirección recibe esas quejas. Así no hay confianza”, lamenta. Los estudiantes comparten esa percepción. Su hijo recuerda el día del ataque. “Estaba en clase y de pronto nos desalojaron. Al principio todo eran rumores, pero después supimos que estaba relacionado con discursos de odio, como los incels. Yo ahora tengo miedo. Ya ha habido varios desalojos y no será el último”, menciona.
El asesinato provocó un efecto dominó. En cuestión de días, aparecieron las amenazas en planteles y facultades como pintas en baños que advertían tiroteos, mensajes anónimos, publicaciones en redes sociales y alertas falsas de bomba. Cuatro profesoras recibieron amenazas directas y denunciaron ante el Ministerio Público. El eco ha alcanzado incluso a otros estados e instituciones. Esta semana, dos escuelas secundarias en Veracruz y San Luis Potosí fueron desalojadas por advertencias de ataques.
El clima de miedo derivó en la suspensión de actividades. Hay ocho planteles de la UNAM en paro y tomados por estudiantes, seis que están en paro, pero sin tomas del plantel, 15 en clases en línea por amenazas y 19 que funcionan con normalidad.
Hugo Concha, abogado general de la UNAM, reconoce que se ha contagiado el temor y el ataque provocó un efecto llamada. “Proliferaron amenazas de distintos tipos, generando una atmósfera cargada. Es lógico que en estas fechas la universidad viva protestas —del 26 de septiembre, aniversario de Ayotzinapa, al 2 de octubre, fecha de la masacre estudiantil de 1968—, pero ahora se suma el miedo. No hay que minimizar ni maximizar, sino atender con seriedad”, afirma.
El ataque evidenció fallas en los controles de acceso que son “prácticamente inexistentes”, reconocen las propias autoridades universitarias. En el CCH Sur, no hay filtros para impedir el ingreso de personas ajenas. Trejo recuerda que él mismo ha ingresado al plantel sin que nadie le pidiera identificarse y cuenta que en una ocasión un adulto llegó con su hijo para golpear a otro estudiante dentro del recinto. “Con filtros, eso no habría pasado”, denuncia.
La Comisión Especial de Seguridad del Consejo Universitario aprobó cuatro medidas que fueron anunciadas por el rector, Leonardo Lomelí: atender las demandas de padres y alumnos del CCH Sur, actualizar protocolos —sobre todo frente a amenazas en redes sociales—, mejorar accesos e infraestructura y reforzar la atención psicológica. En un recorrido por el campus, autoridades y padres comprobaron el funcionamiento de cámaras y botones de pánico. “Funcionan, pero todavía hay acciones pendientes”, admite José Luis Macías, presidente de la Comisión.
La UNAM ha atravesado otras crisis antes. Ha habido huelgas, ataques porriles y asesinatos dentro de Ciudad Universitaria, pero la agresión dentro de un plantel de bachillerato, cometido por un alumno contra otro, representa un desafío inédito, que recuerda a los ataques de tiradores activos en escuelas de Estados Unidos. “Fue un hecho doloroso y sin precedentes. Hay protocolos para actuar en casos con armas, pero aún se analiza cómo ocurrió el ataque. Primero hay que escuchar a alumnos, padres, trabajadores y académicos, y revisar tanto el entorno físico como los factores humanos de seguridad”, explica Macías. La seguridad universitaria opera con limitaciones. El protocolo que refiere Macías consiste en actuar en grupo para neutralizar al atacante, y si la situación los rebasa, llamar a la Secretaría de Seguridad Ciudadana. “Autonomía no significa que nadie pueda entrar. En emergencias, pedimos apoyo externo”, enfatiza Concha.

La UNAM intenta responder también en el frente de la salud mental. Tras el ataque, lanzó la campaña “La inteligencia artificial no es tu terapeuta” para acercar a los estudiantes a los servicios psicológicos. “Redoblaremos esfuerzos para garantizar ayuda”, anunció la institución. Pero los alumnos dudan de la eficacia. “Antes había cinco psicólogos, ahora apenas dos o tres. Y el agresor estaba en terapia aquí. ¿Cómo no lo detectaron?”, cuestiona el estudiante de CCH. En su caso, acudió un año entero a psicopedagogía. “Ahora no me da confianza el servicio. Es insuficiente para la magnitud de problemas”, denuncia. El alumno habla de una percepción de indiferencia que se extiende a la comunicación institucional. “No están capacitados ni para comunicar ni para atender una crisis así”, denuncia.
El rector ha marcado una hoja de ruta que pasa por reconstruir la confianza, aplicar medidas comunes para todas las escuelas y atender caso por caso. La Comisión de Seguridad incluye a investigadores, profesores, alumnos y trabajadores, pero la percepción estudiantil es que las soluciones no llegan. Trejo lo resume: “La inseguridad está en todas partes, en aulas, pasillos y fuera del CCH. Los recorridos con alumnos y padres fueron puro show. Hablaron de cámaras, botones de pánico, iluminación, pero no se comprometen a poner orden. Se necesita control de accesos, credenciales, revisión de mochilas y cuerpos capacitados, sin vínculos con mafias internas”. Entre paros y amenazas, la comunidad universitaria exige certezas.
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