Carta a mi hijo con discapacidad: ¿Por qué tienes que pasar por tantas pruebas?
Cuando el amor toma el timón no desaparece el dolor, pero deja de ser el protagonista


Estás en el suelo, como si el tiempo se hubiera detenido. La pierna derecha doblada hacia atrás, la izquierda extendida hacia delante formando un puente inestable. La espalda vencida y la cabeza rendida hacia el pecho. Tus brazos, largos y en constante vaivén, acunan una pelota de fútbol americano que no dejas de soltar y volver a atrapar, dejándola rebotar con ese salto caótico y caprichoso que tienen los objetos con forma de promesa quebrada. De tu boca brotan sonidos ininteligibles, como un idioma secreto que solo tú comprendes. Estás junto a la ventana, y los primeros rayos de sol se posan en tu cuerpo como caricias invisibles. Hacía mucho que no te veíamos así, absorto, jugando durante tanto rato seguido con algo.
Tu madre y yo, tumbados en el sofá, aun con el cuerpo marcado por aquella larga noche de pruebas de hace un par de días, te observamos en silencio. Siempre alerta, listos para levantarnos y seguirte a dondequiera que vayas, porque no podemos, por desgracia, dejarte solo ni un segundo.
Qué duro es contemplar esta escena, tu manera de encontrar paz, y saber que tienes 18 años. No creo que haya muchos adolescentes despiertos a estas horas, menos aún con esa energía desbordada. La mente se adapta, es cierto, pero el corazón… el corazón no deja de doler.
El otro día fue complicado. Te tocaba prepararte para una pequeña intervención y no lo llevaste del todo bien. Tenías que estar en ayunas y beber un preparado que sabe a rayos. Estuvimos desde las seis de la tarde hasta las tres de la mañana con ello. Acabamos agotados, todos. He de reconocer que en el momento me costó mucho. No dejaba de darle vueltas a la cabeza: ¿Por qué tienes que pasar por tantas pruebas? ¿Y por qué, inevitablemente, también nosotros? Hubo un momento en que te pusiste tan nervioso que tuve que sujetarte como pude, y alguna que otra caricia me llevé. En ese instante me vino una pregunta que intento no hacerme: ¿Cuánto más voy a ser capaz de aguantar? Me sentía sin fuerzas, muy cansado, algo desanimado. Veía el túnel largo, eterno, y sin una luz clara al final.
Entonces llegó otra de tus caricias. Pero esta vez tu madre lo vio. No sé por qué, pero cuando alguien más lo presencia, me dan ganas de llorar. Cuando estamos solos, lo llevo mejor. Pero en cuanto alguien se da cuenta, cuando se hace visible lo que normalmente escondo, algo se me rompe por dentro. Aun así, hice lo de siempre: apreté la mandíbula, tragué saliva y me centré en ti. Dejando mis emociones para después. O para nunca.
La tarde seguía y la situación no mejoraba. La cocina cerrada a cal y canto, con el cerrojo que instalamos hace poco —gracias, Jaume—, y nosotros resistiendo como podíamos tus embestidas. Ya entrada la noche, tus hermanas acudieron al rescate. Nos vieron a tu madre y a mí agotados, y tú ya empezabas a dar síntomas de agotamiento. Las fuerzas se te agotaban, incluso para rebelarte contra la situación.
Caí reventado en el sofá y me quedé traspuesto. Cuando volví a abrir los ojos, estabas tumbado sobre las piernas de tu hermana pequeña, dejándote acariciar por ella. Al lado, un vaso del brebaje vacío. Ella, al notar que me había despertado, me miró con ternura, como diciéndome con los ojos: “Tranquilo, papá, que todo está bajo control”. Me dieron ganas de llorar, otra vez, pero esta vez por una mezcla de tristeza, orgullo y felicidad. Solo tiene nueve años y allí estaba, a las dos de la madrugada, apaciguándote y ocupándose de que te tomaras la medicina. Escoltada por tus otras dos hermanas.
Ellas, ante el agotamiento de sus padres, tomaron el relevo sin pedir permiso, sin hacer ruido, con esa madurez precoz que la vida les ha impuesto. Se movieron con una delicadeza que acariciaba el silencio de la madrugada, como si supieran que su amor era la medicina que tú necesitabas, y también la que nosotros ya no podíamos darte en ese momento.
Al verlas allí, a las tres, protegiéndote sin que nadie se lo pidiera, supe, una vez más, que lo que nos sostiene no es la fuerza ni la resistencia física, sino algo mucho más poderoso: el amor. Ese que, sin necesidad de palabras, se transmite con una caricia, con un vaso sostenido con cuidado, con una mirada compasiva… Estaba ahí, presente, sosteniéndonos en la madrugada. Fue entonces cuando entendí que no estamos solos, que en esta familia todos empujamos, incluso los más pequeños, cuando los mayores ya no podemos más.
A veces, la rutina y el agotamiento nos hacen olvidar por qué hacemos todo esto. Pero hay momentos como ese, en mitad de la noche, cuando el cansancio pesa y, sin embargo, el amor se impone, que todo cobra sentido. No se trata de sacrificios ni de heroicidades. Se trata de amar. Y cuando el amor toma el timón no desaparece el dolor, pero deja de ser el protagonista. En medio del cansancio, ahí estabas tú. Y contigo, el recuerdo de por qué seguimos adelante.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.