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Discapacidad
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Carta a mi hijo con discapacidad: el preciado valor de los momentos buenos

Siempre hay un destello cada día en medio del cuidado y hay que exprimirlo al máximo, olvidando todo el ruido de alrededor, centrándose en lo positivo. Si no somos capaces de aprovechar esos instantes para recargar pilas, no podremos seguir adelante

Carta a mi hijo con discapacidad
Álvaro Villanueva

La vida nos pone frente a situaciones que no siempre elegimos, que no buscamos y que, aun así, tenemos que afrontar. No hay atajos ni soluciones mágicas, solo nos queda decidir cómo queremos vivir esa realidad.

Hace unos meses nos escapamos a Cantabria. La lluvia y el frío nos acompañaron todo el camino, hasta la nieve hizo acto de presencia en el viaje de vuelta. Lo que iba a ser un fin de semana de desconexión en familia se tornó en toda una aventura. No te acabaste de encontrar y tampoco el tiempo ayudó a que lo hicieras.

En un momento dado amainó el temporal y pudimos escaparnos a pasear por la playa. Qué bonito es todo por allí: el mar, las montañas… Pero tu carácter no amainó, y lo que iba a ser un momento de disfrute se tornó en una carrera de obstáculos para conseguir llevarte de nuevo al coche. Pequé de imprudente al pensar que la brisa del mar te relajaría y, para cuando quise darme cuenta de que no podíamos seguir avanzando, ya estábamos muy lejos del parking.

Tu madre se quedó con tus hermanas y yo me ocupé de ti. Hace tiempo que aprendimos que somos un equipo que se tiene que sacrificar por el bien del mismo, aunque eso implique que apenas estemos juntos. El retorno se me hizo interminable y, de pronto, un sentimiento de rabia y frustración recorrió todo mi cuerpo: viajar desde Madrid para encontrarme con aquel panorama y no poder disfrutar ni siquiera de un momento de respiro es desesperante.

Esos momentos, cuando pierdes el control y reaccionas con agresividad, son los que más frustración me generan. Me afectan mientras los vivo y aún más cuando los recuerdo, porque me doy cuenta de que, sin querer, me siento la víctima, dándome pena a mí mismo, olvidando que el verdadero afectado eres tú. Pero, cuando esos estallidos ocurren, es difícil que el subconsciente no te perciba como la causa del conflicto en lugar de quien más lo padece, sobre todo cuando se repiten una y otra vez.

No pretendo edulcorar la realidad: vivir con tu enfermedad es complicado, muy complicado. Hay días en los que siento que todo son obstáculos. Que no importa cuánto me esfuerce, pues siempre habrá algo que no podré hacer, algo que se me escapará de las manos. La sensación de estar atrapado es constante: quiero disfrutar de un momento de calma, pero no puedo; quiero hacer un plan, pero no es posible. Y, cuando levanto la cabeza y miro a mi alrededor, veo a otras personas quejándose por cosas que me parecen tan insignificantes que no puedo evitar sentir rabia. Pero sé que esa comparación es injusta, porque cada uno vive su propia batalla.

Al final, esta es mi realidad y solo puedo elegir entre prohibirme vivir o centrarme en lo bueno, porque, aunque a veces cueste verlo, tengo muchas cosas buenas a mi alrededor.

Hoy no podré darme ese paseo que tanto deseaba contigo porque estás torcido. Tampoco podré hacer ese plan con mis hermanos ni el otro con mis amigos y, en su lugar, tendré que pasar el día tratando de contenerte. Pero, aun así, sé que tarde o temprano llegará mi momento: ese pequeño respiro en el que podré coger aire, disfrutando de una hamburguesa, echándome una pequeña siesta, saliendo a correr o simplemente saboreando unos minutos de calma cuando te hayas dormido. Y, cuando llegue, sé que debo saborearlo al máximo, como si fuera la última chuchería de la bolsa.

No intento disfrazar la realidad, sino mostrar que, aunque la vida te ponga contra las cuerdas, hay que luchar para intentar ser feliz. Siempre hay un momento, por pequeño que sea, para descansar o disfrutar. Y, cuando llega, hay que exprimirlo al máximo, olvidando todo el ruido de alrededor, centrándose en lo positivo. Si no somos capaces de aprovechar esos instantes para recargar pilas, no podremos seguir adelante.

El paseo por la playa se convirtió en una contención continua. Estabas enfadado, muy enfadado, y tenía que agarrarte mientras avanzábamos porque el coche estaba lejos y no había otra opción para volver a casa. Estábamos en mitad de una playa prácticamente vacía, con el paisaje imponente de San Vicente de la Barquera al fondo, coronado por unos impresionantes Picos de Europa nevados, y el sonido del mar envolviéndolo todo, pero era como si estuviéramos en mitad de una batalla.

Avanzando sin remedio, sujetándote con fuerza para evitar que te hicieras daño y, mientras tanto, mi cuerpo iba tensándose con cada paso. Pero, en ese instante, como por arte de magia, me detuve un segundo. Respiré hondo. Y logré, aunque solo fuera por un momento, abstraerme de la tensión. Dejé de centrarme en el peso de la situación para levantar la cabeza y mirar a mi alrededor. Vi cómo las olas rompían, una tras otra, sin pausa, sin prisa. Sentí el frío del viento en mi cara, la bruma del mar. Escuché el silencio y me permití estar ahí, contigo, en medio del caos, sin que el caos me dominara. No dejé de sujetarte, claro, pero por dentro solté algo.

En eso se resume mi vida: aprender a no soltarte, incluso cuando mis fuerzas flaquean; seguir adelante, aunque mi mente grite que me detenga; descubrir belleza en medio del caos; hallar consuelo en la tormenta y abrazar la esperanza en plena aflicción. En definitiva: bailar bajo la lluvia con el cielo abierto.

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