Un palestino de Ciudad de Gaza: “Mañana saldremos de casa sin nada, andando por la playa”
Hussam Ghanem relata a EL PAÍS cómo ha sido la semana en la que él y su familia han tenido que abandonar su piso en la capital y escapar al sur para alejarse de los bombardeos


A lo largo de casi 15 meses, desde julio de 2024, el palestino Husam Ghanem, un empresario de 53 años, con cinco hijos, vecino de la ciudad de Gaza, ha venido contando para El PAÍS, en varios artículos, en qué se ha convertido su vida desde que Israel decidió invadir la Franja. Lo ha hecho por teléfono, o, si las líneas flaqueaban, a base de mensajes de texto o de audio. También ha ido enviando, periódicamente, fotos y vídeos de su situación y la de sus hijos o la de su mujer. En el primero de esos artículos contó, por ejemplo, cómo a raíz de los atentados terroristas de Hamás del 7 de octubre de 2023 y de la respuesta bélica del Gobierno de Netanyahu, se vio obligado a abandonar a los pocos días su ciudad, su barrio y su casa. Se mudó varias veces —como casi todos los habitantes de la Franja— y, tras peregrinar durante meses de un lugar a otro, se instaló en una tienda de campaña en la playa de Deir al Balah, en el centro del enclave. Cuando se acordó el frágil acto el fuego en enero de este año, regresó a Ciudad de Gaza en una furgoneta alquilada. Milagrosamente, su casa, en el barrio Al Shati, se encontraba en pie, aunque sin ventanas, sin algunos muebles y sin muchos de los objetos de valor, robados por bandas de saqueadores. Pero en pie. Y, pese a todo, habitable. Desde entonces han vivido ahí su madre anciana, sus cinco hijos, su mujer y él, sobrecogidos de miedo por los bombardeos, sin salir mucho de casa y cada día de una forma más precaria: sin luz, electricidad, comida suficiente ni agua corriente.
Hasta esta semana. Hasta que la tenaza acabó cerrándose. El pasado martes, ante las advertencias terminantes del ejército israelí de que todos los habitantes de Ciudad de Gaza debían abandonarla y dirigirse hacia el sur, Husam envió este mensaje por WhatsApp: “Llevo tres días buscando un medio de transporte, pero no lo encuentro”. Y luego añadió otro: “Igual mañana nos marchamos sin nada andando por la playa porque no hay otro remedio”.
Las semanas precedentes padecieron bombardeos esporádicos que impactaban aquí o allá. El 7 de agosto, por la noche, por ejemplo, alcanzó un edificio cercano. La explosión sacudió la casa de Husam, despertó a todos y los metió de golpe en una pesadilla. Al día siguiente, a la luz del día, desde la ventana se podían ver claramente los escombros, los restos de muebles, el edificio venido abajo a menos de 30 metros.
“Fue una noche de terror y pánico”, escribió Husam en el correcto español conservado desde su estancia en España hace más de 20 años para estudiar Ciencias Empresariales en la Universidad Complutense. “Tras el bombardeo a la casa frente a la nuestra, quedamos en estado de shock. Hasta ahora no podemos ni hablar ni mantenernos en pie. Mis hijos están profundamente traumatizados por lo que vieron: los cuerpos de nuestros vecinos estaban destrozados, sin cabezas. Es una locura lo que estamos viviendo, créeme”.
Un día más tarde, el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, anunciaba por primera vez la inminente ocupación completa de Gaza. La tenaza empezaba a moverse hacia la familia de Husam y el resto de habitantes de Gaza. Desde entonces, los bombardeos han aumentado cada día. Primero cayeron en los edificios más altos, en las torres de pisos. Después, en todos, en cualquiera. Los hijos pequeños de Husam, Yusuf, de 14 años, y Mohamed, de 11, dormían desde hacía días en el cuarto de sus padres, aterrados por la frecuencia, la potencia y la cercanía de los bombazos. Era la única forma que tenían de poder dormir. Con todo, seguían en su casa, donde habían vivido todos desde que Husam y su mujer Suhayla la compraron en 1998.
Hasta el miércoles a las siete de la mañana. Tenían preparado desde el sábado un equipaje de urgencia para salir en cualquier momento que habían amontonado en un rincón de la sala. Poca cosa: maletas con ropa, mantas, utensilios para cocinar, platos, vasos, una alfombra… También recuerdos personales, fotos, certificados, papeles importantes. Porque a esa altura, Husam y su familia eran conscientes de una cosa: “Sabíamos y sabemos que nunca vamos a volver a vivir en nuestra casa. Y para nosotros no son solo las paredes o los muebles, la casa tiene dentro nuestros sueños y recuerdos. Sabemos que nunca vamos a volver porque Israel tiene pensado arrasar toda Ciudad de Gaza. Mi mujer lloraba y todos nos despedíamos de cada rincón, porque guardaba nuestras memorias, nuestras alegrías, nuestras reuniones familiares”.
A sus hijos les dijo que tenían que aguantar y luchar para salir adelante. Y se pusieron en marcha. La madre, de 78 años, pudo meterse en el coche que la hermana de Husam había conseguido. La parte más pesada del escaso equipaje la cargaron también en ese coche (donde viajaban ya siete personas). Después, Husam y su familia comenzaron a dirigirse hacia la playa con las cuatro cosas que llevaban, junto a los cerca de 360.000 personas que, según las autoridades israelíes, salieron esos días de Ciudad de Gaza. No todos, sin embargo: “Conozco vecinos que no pueden caminar, que son mayores y que no han encontrado un coche o un camión, o que no pueden pagarlo, porque alquilar un coche cuesta más de 1.000 dólares [850 euros], y un camión más de 2.500. Por eso se quedan. Otros lo hacen porque están cansados y hartos, y han decidido aguardar la muerte ahí”.

Durante todo el día caminaron por la playa. Husam llevaba un maletín con los papeles importantes y un cubo con comida y agua. Sus hijos cargaban las mantas para dormir. A la derecha, el mar. A la izquierda, la carretera abarrotada de coches desvencijados, de carromatos tirados por burros al límite de sus fuerzas, de camiones cargados hasta los topes, de motos y de furgonetas: la caravana desamparada de decenas de miles de vehículos rumbo al sur.
Husam recuerda que lo que más le llamó la atención de ese viaje de un día no fue la vía atestada ni los cientos de miles de personas que avanzaban como él y su familia, sino que todos sabían y comentaban lo mismo: “Todos estaban convencidos de que no iban a volver a Ciudad de Gaza, de que la ciudad va a desaparecer bajo las bombas”.
A sus hijos pequeños, mientras caminaban por la playa, les trataba de animar y a consolar por haber perdido —esta vez para siempre, si se cumplen todas las previsiones— su casa, su barrio, sus juguetes y sus amigos. “Les dije que la vida era injusta para ellos, pero que tenían que ser como el protagonista de la película de Tom Hanks, el de Náufrago, para el que también la vida es injusta. Les dije que tenían que hacer como él: adaptarse y sobrevivir”.
Caminaron durante todo el día y al atardecer, a eso de las seis, llegaron a la localidad de Nuseirat, situada a unos diez kilómetros de Ciudad de Gaza. Allí, en la casa de una planta de un amigo que les ha acogido, se han alojado provisionalmente. No pueden quedarse mucho tiempo porque, con ellos, ya son 30 en la casa. Deberán seguir rumbo al sur. Por eso, Husam ha empezado ya a buscar en un puesto callejero quien le venda una tienda de campaña, que le costará cerca de 1.000 dólares (850 euros), y, después, tal vez lo más difícil, deberá encontrar un sitio libre donde plantarla. Sabe que todo estará abarrotado, que los que viven en la zona o los que se han apropiado de algún terreno le cobrarán entre 300 y 350 dólares (250 y 297 euros) por permitir que coloque la tienda de campaña ahí, que nadie controlará nada, ni vigilará nada, ni ordenará, ni tendrá nada previsto. Sabe que le aguarda el caos.
El área designada por Israel como segura, los nueve kilómetros cuadrados de la estrecha franja costera de Al Mawasi, a 40 kilómetros de Nuseirat, y un área del centro del enclave constituyen apenas entre un 12% y un 13% de la superficie de Gaza, que suma en total 365 kilómetros cuadrados. Ya se encuentra desbordada de desplazados. Entre 800.000 y un millón de personas malviven ya allí, soportando pésimas condiciones de higiene y seguridad, según fuentes locales y de la ONU. Esa supuesta “zona segura” ha sido además bombardeada decenas de veces.
Husam espera encontrar antes un pedazo de playa seguro donde instalarse. “El desplazamiento en Gaza es la operación de expulsión más extraña del mundo: obligan al ciudadano a pagar un precio altísimo para salir y ser echado de su casa; y si no lo hace, lo matan a él, a sus hijos y a su familia”, escribe en un mensaje. Gracias a internet —cada vez más débil también, cada vez más intermitente— se ha enterado de las protestas que se organizan en el mundo para denunciar su situación. Celebró el final abrupto de la Vuelta Ciclista a España en Madrid por las manifestaciones de repulsa. “Sé que no sirven de nada, pero alivia”, comentó entonces.
No saben dónde van a estar, ni qué va a ser de ellos. Pero pase lo que pase, se mantendrán unidos, augura Husam, como lo han estado desde el principio. Es lo único que tienen. El día en que dejaron Gaza, su hijo Yussuf quiso llevarse la bicicleta. Husam, que sabía lo difícil y lo incierto del camino que les esperaba, le convenció para que la abandonara junto al resto de cosas que no podían cargar. “Le prometí comprarle una nueva cuando logremos sobrevivir”.
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