La sentencia del Supremo en el caso de la ciudadanía por nacimiento allana la deriva autoritaria de Trump
El alto tribunal, tres de cuyos nueve miembros nombró el republicano, resta a los jueces capacidad para resistir ante los decretos con los que el presidente gobierna

La primera consecuencia de la “monumental victoria” concedida por el Supremo de Estados Unidos el viernes a Donald Trump (las comillas son suyas) tardará en llegar 30 días. Es el plazo que los nueve miembros del tribunal han fijado para que entre en vigor la sentencia del caso sobre los intentos del presidente estadounidense de acabar con el derecho a la ciudadanía por nacimiento. Se trata de un fallo de gran calado, porque acaba con el poder de los jueces federales para suspender cautelarmente la aplicación de una decisión del poder ejecutivo con efecto en todo el país y mientras los tribunales deciden sobre su legalidad. Es decir, durante un tiempo que se puede prolongar meses o años.
A partir de ahora, los jueces de las instancias inferiores solo podrán pausar la aplicación de las decisiones del presidente para quienes hayan puesto la demanda, incluso aunque estas sean tan flagrantemente contrarias a la Constitución como el decreto con el que, en su primer día de vuelta en el Despacho Oval, Trump puso en el punto de mira un derecho que reconoce la Decimocuarta Enmienda desde 1868. Se promulgó tres años después del final de la Guerra de Secesión para garantizar la igualdad a las personas esclavizadas y su descendencia, y desde 1898 —tras la sentencia histórica Estados Unidos contra Wong Kim Ark, un inmigrante asiático— otorga la nacionalidad, solo por haber nacido en suelo estadounidense, a los hijos de indocumentados.
Cuando expire ese plazo de 30 días, en los que se espera una lluvia de nuevas demandas colectivas, ese derecho será aplicable solo en una parte del país y no en los 28 Estados en los que el decreto antiinmigración de Trump aún no ha sido impugnado. Las organizaciones en defensa de los derechos civiles vislumbran un mapa dominado por el caos y parecido a una de esas colchas hechas de retazos, y advierten de que miles de recién nacidos podrían ser deportados junto a sus padres o, como mínimo, despojados de derechos como la atención médica básica.
Porque el fallo del viernes —que salió adelante con los votos de los seis magistrados conservadores (y la oposición de las tres liberales)— considera que los jueces federales se excedieron en sus poderes, pero no entra en el fondo del asunto —la autoridad de Trump para terminar con un derecho reconocido en la Constitución—. Ese examen se espera que lo asuma el Supremo en el próximo curso judicial.
Paul Collins, profesor de Derecho de la universidad de Massachusetts y autor de varios libros de referencia sobre la politización del alto tribunal, consideró este sábado en un correo electrónico que “es posible que el Supremo elimine o limite severamente la ciudadanía por nacimiento”.
Más allá de ese derecho, la sentencia del Supremo allana la deriva autoritaria de Trump y, advierte Collins, abre una nueva era en el sistema de separación de poderes. “La mayoría conservadora continúa ampliando el alcance del Ejecutivo, y Estados Unidos se acerca rápidamente a un escenario en el que el poder del presidente prácticamente no tendrá control”, explica el jurista.
La sentencia no solo se aplica al actual inquilino de la Casa Blanca; servirá a cualquier presidente por venir, lo cual condujo al diario conservador The Wall Street Journal a celebrarla en un editorial, porque “cuando un presidente abusa de su poder ejecutivo, la respuesta no es que los jueces federales abusen del suyo”. Esos magistrados son cargos políticos, nombrados por republicanos o demócratas. Y entre quienes se han opuesto a las decisiones de Trump hay jueces designados por presidentes conservadores, como los Bush o Ronald Reagan.

Lo cierto es que no hay mandatario en la historia reciente del país como este: Trump ha batido en estos cinco meses récords de gobernar sin contar con el Congreso y pese a los tribunales, con 165 decretos, 45 memorandos y 70 proclamaciones presidenciales. Con ese alud de firmas, ha tratado de forzar las costuras del sistema, en lo que el profesor de Harvard Steven Levitsky, coautor del exitoso ensayo Cómo mueren las democracias, define en una conversación con EL PAÍS como “un momento autoritario”. “Si aún no puede calificarse de fascista”, añade, “es porque existen los canales de la sociedad civil para resistir”.
El foco principal de esa resistencia, en vista de que el Congreso, en manos republicanas, ha abdicado de su tarea de control, fueron hasta el viernes esos jueces federales. Han adoptado decenas de medidas cautelares con alcance nacional, que han dejado sin efecto temporalmente resoluciones en ámbitos como la inmigración, el medio ambiente, los derechos de las personas trans o de las decenas de miles de funcionarios despedidos por Elon Musk.
“Han sido una herramienta importante para prevenir conductas manifiestamente ilegales e inconstitucionales”, aclaró este viernes Keren Zwick, directora de litigios del Centro Nacional de Justicia para Inmigrantes, en un comunicado remitido a este diario. “La decisión [del Supremo] abre la puerta a que el presidente infrinja la ley a su antojo. Para cuando los tribunales puedan declarar ilegal su conducta –por muy flagrante que sea esa ilegalidad– el daño ya estará hecho”.
La sentencia fue recibida con euforia por Trump, que, en otra de sus clásicas fantasías, dijo el viernes en una conferencia de prensa convocada de urgencia en la Casa Blanca que la decisión la estaban festejando con “júbilo en todo el país”.
Desde los tiempos de Bush hijo
Para llevar el caso, llamado Trump contra Casa, Inc, ante el Supremo, los abogados del Departamento de Justicia impugnaron una de las tres decisiones judiciales correspondientes a tres demandas distintas; dos de ellas las interpusieron 22 Estados demócratas, y la tercera, la que se litigó en el alto tribunal, dos organizaciones de defensa de inmigrantes. En la Casa Blanca, Pam Bondi, fiscal general, afirmó que lo logrado por sus letrados cumple con “una vieja aspiración de cinco Administraciones, demócratas y republicanas”.
Y esa parte sí es verdad. Desde los tiempos de George Bush hijo, sus sucesores en la Casa Blanca (incluidos Barack Obama y Joe Biden) se han visto frustrados ante el poder de los jueces federales para dictar esas suspensiones cautelares de alcance nacional (nationwide injuctions). También por esa práctica tan estadounidense conocida como court shopping. Se puede traducir por “ir de compras en busca de un juez”, en concreto, el que más convenga a las aspiraciones de los demandantes, para que luego, si ese magistrado está en territorio republicano —pongamos, Amarillo (Texas)— o demócrata —por ejemplo, Boston (Massachusetts)—, su decisión tenga efecto en los 50 Estados.
Para acabar con esa costumbre, el fallo del Supremo dicta que esas resoluciones judiciales solo se aplicarán a quienes presentaron la demanda, restando aparentemente importancia al hecho de que los decretos de Trump a menudo persiguen fulminar las salvaguardas del sistema. El presidente, que nombró en su primer mandato a tres de los jueces que han votado a su favor, advirtió enseguida, escudado en el respaldo que obtuvo en las urnas, que usará la sentencia para acabar con la ciudadanía por nacimiento y para avanzar en otras medidas de dudosa legalidad.
Entre esos tres magistrados designados por Trump está Amy Coney Barrett, que firma la opinión mayoritaria. Trump la nombró a toda prisa al final de su primer mandato, en las semanas que transcurrieron entre la muerte de la progresista Ruth Bader Ginsburg y la derrota electoral del republicano en las elecciones de 2020. Aquella jugada, orquestada por el mismo líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, que impidió a Obama nombrar a un magistrado en los últimos compases de su segundo mandato, alteró el equilibro del Supremo, desde entonces con una supermayoría conservadora inédita desde los años treinta.
El resto es historia de Estados Unidos: la actual composición del Supremo es la que derogó el aborto a nivel federal en 2022, reforzó el derecho a portar armas, prefiere ignorar la separación Iglesia-Estado o, sobre todo, ha concedido victorias a Trump tan trascendentales como la que amplió en verano pasado la inmunidad presidencial en su ejercicio del cargo durante los meses que precedieron al asalto del Capitolio por una turba de sus seguidores. Aquel fallo enterró en la práctica los casos penales que había en su contra y despejó su camino de vuelta a la Casa Blanca.

“Ningún derecho está a salvo ya”, dijo este viernes la jueza liberal Sonia Sotomayor, quien, en un gesto dramático que se reserva para mostrar un profundo desacuerdo en el seno del tribunal, decidió leer en la sede del Supremo durante 20 minutos y en voz alta su voto particular. “Hoy, la amenaza es a la ciudadanía por nacimiento. Mañana, otra Administración podría impedir que personas de ciertas religiones se reúnan para profesar su fe”, sentenció. “La sentencia no es más que una invitación al Gobierno a saltarse la Constitución”.
En la opinión mayoritaria, Barrett deja abiertas tres puertas para que las medidas cautelares conserven el efecto que solían tener: convertir las demandas en colectivas (al estilo de la más voluminosa de todas, que asestó un duro golpe en 1998 a las tabaqueras y luego se convirtió en manos de Michael Mann en la película El dilema); circunscribir esas medidas al Estado en el que se impugnan las decisiones ejecutivas; o que los afectados recurran a la Ley de Procedimiento Administrativo, que autoriza a los tribunales inferiores a anular decisiones de ciertas agencias federales si las consideran arbitrarias.
Samuel Alito, otro de los jueces conservadores, firmó una opinión concurrente en la que expresa su preocupación porque, al dejar esas tres opciones, la decisión del Supremo acabe convertida en un “documento de escaso interés académico”. De momento, las dos organizaciones demandadas por la Administración de Trump —CASA, Inc. y el Proyecto para la Defensa de los Solicitantes de Asilo— empezaron poco después de conocerse la sentencia el trámite de convertir en colectiva su demanda. No fueron los únicos: también la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles emprendió una demanda que también aspira a ser admitida como colectiva.
De modo que si algo quedó claro al día siguiente del final del primer curso del Supremo desde el regreso de Trump al poder, un curso sin duda victorioso para el presidente, es que en la nueva temporada continuará dominando una tendencia que define la sociedad estadounidense como casi ninguna otra y que puede resumirse en cinco palabras: “Nos vemos en los tribunales”.
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