Un oportunismo sin límites
Bush estaba en deuda con Blair. Recibió su ciega adhesión a cuanto hiciera en la guerra de Irak, incluyendo la participación de tropas y la bendición de sus mentiras, y no obtuvo nada a cambio. Lo que Blair pedía estaba bien, muy bien: que se resolviera de una vez el conflicto entre Israel y Palestina, que se creara el Estado palestino al lado del ya existente de Israel, que se avanzara de verdad en la democratización de Oriente Próximo. Bush le negó cualquier forma de pago a todos sus esfuerzos: a su apoyo en el Consejo de Seguridad, a la foto de las Azores, a los soldados británicos muertos, a las energías gastadas en sus discursos entusiastas. Se lo negó mientras se mantuvo en el poder, pero se lo paga contante y sonante en cuanto lo abandona. Quiere decir con esto que estima y premia a sus amigos personales pero nada concede a las potencias amigas y aliadas, obligadas a someterse a cambio de nada, distinguidas con el privilegio (que debieran agradecer) de apoyar sin contrapartidas al emperador.
Blair tiene méritos para todo. Los tiene para que el Cuarteto no le confíe el encargo de enviado especial a Oriente Próximo: bastarían su actitud con la guerra de Irak, su silencio con la guerra del Líbano o que sea un premio personal de Bush a su amigo para justificar el veto de Moscú y de quienes en la UE se opusieron a la guerra. Pero el mejor argumento para estos últimos sería su sistemática desconfianza hacia cualquier figura que se sitúe por encima de los Gobiernos, como son los enviados especiales de la UE y o el alto representante de la Política Exterior. Moscú tiene además sus propios argumentos, nada presentables, como el oscuro asunto Litvinenko y la crisis diplomática consiguiente.
Pero Blair también tiene méritos abundantes para que se le nombre, y éstos pesan mucho más. Poner al frente de la solución de este conflicto endémico a Blair es apostar por lo más alto posible. Tiene autoridad, fuerza de convicción, experiencia y ambición. El reto está a la altura de sus capacidades. Es un regalo (de Bush) pero envenenado: deberá ganarse un puesto condenado al fracaso según el parecer mayoritario. Deberá cambiar su imagen en la zona. También demostrar que tiene autonomía y actúa por su cuenta. Que tiene más fuerza personal que quien le ha propuesto. Y que sus ideas sobre una política internacional moral no pertenecen al repertorio de una retórica huera e hipócrita.
Una estupenda columna de La Vanguardia de ayer (que no puedo enlazar porque es de suscripción) me ha hecho caer en la cuenta de que hay una virtud todavía mayor que ha jugado de forma decisiva en la propuesta: y ésta es su conversión al catolicismo. Se titula “Fin de una época” y en ella José María Ruiz Simón evoca a propósito de Blair una famosa frase del jurista alemán Carl Schmitt: “La mayor parte de las veces se escucha el reproche, repetido en todo el parlamentario y democrático siglo XIX, de que la política católica no consiste sino en un oportunismo sin límites”. Lo que nos permite deducir que el oportunismo católico de Blair, durante largo tiempo intuido pero ahora al fin revelado, le ha dado muy buenos resultados a la hora de construir el Nuevo Laborismo y la Tercera Vía, ha destruido su imagen en su revoloteo alrededor de Bush y los neocons, y le puede salvar al enfrentarse con el conflicto israelo-palestino.
Blair cuenta con el apoyo de Bush y de Ratzinger, del emperador y del Papa, que no es poco. Veremos si será suficiente para triunfar donde todos han fracasado hasta ahora, incluidos algunos de los mejores, como Bill Clinton.
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