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Lenguaje inclusivo: cuando el miedo a la ofensa lo domina todo

Aunque las preocupaciones que fundamentan algunas prácticas de lo ‘woke’ se basan en debates y problemas reales, se ha llegado a un punto en el que cualquier referencia a un grupo se interpreta como un insulto, escribe el ensayista David Rieff en su nuevo libro, ‘Deseo y destino’

Retirada de la estatua del secesionista Robert E. Lee en Richmond, EE UU, en 2021.

El libro de estilo de la Associated Press es uno de los principales manuales que utilizan los periodistas estadounidenses. Como tantos otros —no solo entre las instituciones lexicográficas como los diccionarios y las universidades, sino, lo que es más elocuente, en la empresa y sobre todo en el sector tecnológico estadounidenses—, el de la AP ha pasado en los últimos años a recomendar y, de hecho, a ganar prosélitos en pro del llamado lenguaje inclusivo. En todo caso, la AP ha sido en efecto más cauta que, por ejemplo, la Chartered Insurance Institute (CII), la asociación británica de los profesionales de seguros, cuyas “Normas de lenguaje inclusivo” tienen como propósito “galvanizar la inclusión” y “crear un ambiente más acogedor”, un paso esencial en lo que la CII ha descrito como “el viaje hacia la diversidad y la inclusión” del ramo de los seguros.

Al igual que en la reciente “Iniciativa para la eliminación del lenguaje nocivo” de la Universidad de Stanford —que recomienda sustituir “americano” por “ciudadano estadounidense”, pues “el término a menudo solo se refiere a personas de Estados Unidos, insinuando por tanto que Estados Unidos es el país más importante de América, compuesta por 42 países”—, dirigida a sus departamentos de tecnología de la información, el propósito de estos códigos discursivos cada vez más prevalecientes es el de participar, en palabras de otro índice (en el sentido católico romano), la “Declaración sobre el lenguaje nocivo”, de la Biblioteca Gleeson de la Universidad de San Francisco, en “los proyectos de reparación en curso para identificar la descripción dañina, para remediar el lenguaje nocivo cuando sea posible y, cuando no lo es, abogar por el cambio”.

Como en tantos aspectos de lo woke, hay en ello un grano de verdad, un elemento que a menudo los antiwoke se niegan a reconocer. Está muy bien burlarse de que Stanford proscriba “americano” porque podría excluir a los latinoamericanos, o de que los muy difundidos llamamientos entre quienes prefiero llamar, en mis momentos más caprichosos, “comunidad censora” —pues todo parece ya ser una comunidad— se opongan al término grandfathered [protegido], porque se considera “edadista”, si bien ya nadie piense en serio que algunas expresiones que hasta hace bien poco se cursaban respetablemente en Estados Unidos —como “judiada” por engaño o “muy blanco” por algo muy decente u honorable— deberían ser tolerables. Al igual que en el debate sobre las estatuas y el cambio de nombre de las calles, no se trata de consideraciones moralmente tolerables, sino de dónde debería fijarse el límite entre lo que los redactores de la Declaración de Independencia definían como males insoportables y los que no lo son. Me parece, por ejemplo, que una bandera confederada sobre el Capitolio estatal o las estatuas en honor de los caudillos de ese separatismo traicionero se sitúan en un lado de esa divisoria, en tanto que llamar al derribo de estatuas de Gandhi por su racismo antinegro —lo cual ha ocurrido en algunos lugares de Estados Unidos y Canadá— cae en el otro lado, aunque el racismo de Gandhi sea incontrovertible.

Que la modalidad de ley marcial lingüística que actualmente se institucionaliza en la anglosfera sea inteligente o lícita es otro asunto. No se debe a que determinado lenguaje no sea ofensivo —insistir en ello sería absurdo—, sino más bien a que en nombre de la inclusión y la reparación, el agravio de la ofensa se ha magnificado hasta el fetichismo. Hace unas décadas, Robert Hughes escribió un libro brillante titulado La cultura de la queja. Si estuviera hoy vivo tendría que titularlo La cultura de la ofensa. Es la cultura en la que, si somos realistas, todos estamos destinados a vivir en un futuro previsible.

Pero la controversia más bien cómica sobre el actual libro de estilo de la AP saca a la luz una profunda contradicción moral e intelectual en la cultura de la inclusión. En X, la AP ha declarado que “recomendamos evitar las etiquetas generales y a menudo deshumanizadoras que introduce el artículo ‘los’, como en los pobres, los enfermos mentales, los franceses, los universitarios… Y en su lugar, utilizar fórmulas como personas con enfermedades mentales, pasando a emplear esas descripciones solo cuando son evidentemente relevantes”. La posterior oleada escarnecedora en las redes sociales, que llevó a la Embajada francesa en Washington a declarar con sorna que a partir de ese momento debía referirse a sí misma como “Embajada de la francesidad en Estados Unidos”, pronto obligó a la AP a retractarse y tuitear —¿qué si no?— que su entrada anterior había sido “involuntariamente ofensiva”.

Lo más interesante fue la respuesta de la vicepresidenta de comunicación corporativa de la AP, Laura Easton, al intentar atemperar las críticas. “La referencia a “los franceses”, así como la referencia a los “graduados [universitarios]” —declaró a Le Monde—, es un esfuerzo por mostrar que los marbetes con “los”, aunque se perciban por costumbre como positivas, negativas o neutras, no deberían usarse para nadie”. Tras la respuesta de Easton, la AP expuso en su cuenta de X la lógica del organismo: “Hemos eliminado un tuit anterior —decía—, al referirnos incorrectamente a las personas francesas. No fue nuestra intención ofender. Escribir personas francesas, ciudadanos franceses, etcétera, está bien. Pero los términos que usan ‘los’ para cualquier colectivo pueden parecer deshumanizadores y presuponen un monolito en lugar de una diversidad de individuos”.

Sean cuales fueren las opiniones que tengamos sobre la materia, la lógica del lenguaje inclusivo es coherente en la medida en que se trata de un esfuerzo por suscitar rectificaciones y reparaciones históricas de pecados (lingüísticos) cometidos en el pasado por la cultura dominante, a fin de crear las condiciones léxicas que permitan a los excluidos ser incluidos —los últimos serán los primeros, etcétera— y que las actitudes negativas sean sustituidas por otras más positivas y tolerantes. Pero el planteamiento de la AP es, a la vez, menos militante y más radical. El uso de “los” es por definición deshumanizador, porque, como se señala en X, supone una visión monolítica, al margen de que el monolito en cuestión se describa negativa, positiva o neutralmente (sea lo que fuere un “monolito neutral”).

Y, sin embargo, toda la orientación del tsunami identitario que se ha estrellado en nuestras costas sociales y morales parece relacionada con la defensa y validación de la identidad de grupo y, de hecho, con la insistencia de que esta se reafirme sin discusión. En ese sentido se refiere a la crítica del individualismo en favor de las comunidades afines, al igual que el concepto de equidad en lugar del de igualdad ha sido una crítica de la supuesta primacía de los derechos individuales sobre los derechos colectivos.

La defensa de la AP de sus restricciones contra la descripción de las personas basada en su pertenencia a colectivos porque son deshumanizadoras propone algo distinto: que bajo la piel de las políticas identitarias, el cráneo del individualismo permanece intacto. Pues el individualismo siempre reclamaba que cada cual debe ser tratado no como miembro de un grupo, sino como soberano de su propia identidad, de transformarla según su arbitrio, inventándose o reinventándose si hace falta. Las identidades de boutique de nuestra época, que a menudo se describen erróneamente como una balcanización, son de hecho una operación de falsa bandera del individualismo, si bien, en este caso, nadie está más engañado que quienes la ejecutan.


David Rieff (Boston, 1952) es ensayista. Este extracto es un adelanto de su libro Deseo y destino (Debate), que se publica el 4 de septiembre con traducción de Aurelio Major.

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