La ciudad interior
El gran apagón de abril sacó a las calles a una riada humana. Fue como si un hormiguero hubiese reventado. El subsuelo esconde asuntos que preferimos ignorar

El Día del Apagón (parece que el acontecimiento ya se denomina con mayúsculas) había quedado a comer en casa de alguien a quien no conocía con otros tantos desconocidos y algunos amigos. Imagino que, como todos, dudé si seguir con los planes trazados: no sabía si la cita seguiría en pie, no sabía muy bien cómo llegar (ay, el Google Maps) y no sabía muy bien si era mejor o más seguro quedarme en casa que es desde donde trabajo o, por el contrario, andar vagando por la ciudad. Decidí que en caso de morir o de que el planeta estallara, prefería hacerlo acompañada aunque fuera por personas a las que no había visto, en su mayoría, en mi vida. Cuando llegué (tarde, ay, el Google Maps) se planteó el problema de la comida: los manjares preparados no podían calentarse (ay, las placas eléctricas). Comimos lo que se pudo y hablamos lo demás. Fui la primera en abandonar la extraña y divertidísima reunión. Cuando salí a la calle había hordas de personas. Perfectamente ordenadas y sincronizadas, pero hordas. La orilla derecha era la de bajada y la izquierda la de subida. Las calles estaban tomadas por los peatones y los pocos coches que se habían aventurado intentaban abrirse paso como si, en pleno camino comarcal, un rebaño de ovejas les hubiera sorprendido. Era fascinante observar toda aquella multitud silenciosa que, sin la habitual restricción de los semáforos, ocupaba todo el espacio a sus anchas. Pero la sorpresa fue sobre todo numérica: me impresionó la cantidad de gente que había. Nunca había visto así Madrid. Y pensé entonces que una buena parte de toda esa humanidad que ese día pululaba por la superficie lo hacía habitualmente bajo tierra. Como si un hormiguero hubiese reventado y todos hubiésemos salido a la luz. La repentina ausencia de estratificación dejó patente no sólo la cantidad ingente de personas que habitamos —en diferentes niveles— las ciudades sino también todo lo que sucede bajo nuestros pies y de lo que somos apenas conscientes. Lo que no se ve no existe.
Quizás por eso se ha tendido a esconder bajo tierra asuntos que preferimos no tener muy presentes: suministros no muy estéticos, trozos de historia vergonzantes o tramos de vías que cayeron en desuso. Centros de control de carreteras, redes de metro, autovías, depósitos de agua, refugios, cámaras acorazadas pero también criptas, pasadizos secretos y lugares prometedoramente clandestinos. Probablemente uno de los asuntos más peliagudos que se gestionan en este laberinto de túneles, galerías y conductos tenga que ver con qué hacemos, literalmente, con nuestras mierdas. En La mayor necesidad. Un paseo por las cloacas del mundo (Turner, 2009), Rose George asegura que uno de los grandes problemas del mundo es el reciclaje de residuos humanos. Según George, 2.600 millones de personas viven sin saneamiento. Teniendo en cuenta que el saneamiento es el fundamento por el que tantísimas personas podemos compartir espacios reducidos en las grandes ciudades, el tema no es baladí. Y no, ni siquiera están a salvo las metrópolis más glamurosas o poderosas del mundo (caso de Milán, que hasta hace relativamente poco lanzaba sus aguas residuales al río Lambro, o de Bruselas, que, hasta 2003, no se decidió a construir una depuradora de aguas). Por nuestras alcantarillas se cuelan monedas, joyas, móviles, medias, tubos de papel higiénico, jeringuillas, cuchillas de afeitar, vendas usadas, salvaslips, condones, compresas, armas, toallitas y bastoncillos (la pesadilla de los operarios del subsuelo: su capacidad de atascar tuberías es infinita). Y es el ecosistema preferido de la fauna menos apreciada del planeta. Pero también en un mundo agotado y que ya no da más de sí, la idea de conquistar las profundidades y convertir lo subterráneo en fuente de negocio lleva décadas en el aire ejecutándose con más o menos fortuna. Los centros comerciales fueron pioneros en esto (ya decía Annie Ernaux en Mira las luces, amor mío, 2016, que el supermercado es el gran lugar de encuentro humano). Las tripas de Montreal cuentan con una red de comercios que crecieron a la sombra de la red de transportes y que han acabado transformados en pequeños centros urbanos interconectados, en Helsinki muchas infraestructuras se hallan sepultadas, gran parte de la estación central de Tokio y de no pocas ciudades están soterradas, un lujoso hotel de Shanghái está construido bajo tierra aprovechando una antigua cantera, los halls de grandes museos están excavados… ¿Y qué hay de las viviendas? ¿Volveremos a vivir en cuevas? Según no pocos urbanistas, si el siglo XX fue el de los rascacielos, el XXI lo será de los “rascasuelos”. Pero no es tan sencillo como parece. Llevamos casi un siglo con el debate a cuestas (en los años treinta, el arquitecto Édouard Utudjian inició el concepto de urbanismo subterráneo) y la cara oculta del territorio urbano se nos sigue resistiendo. De hecho, el término “rascasuelos” viene de un proyecto del estudio de arquitectos BNKR (acróstico de Bunker, por si había dudas). Una especie de pirámide invertida que, bajo una enorme cristalera, se internaría 300 metros bajo tierra en Ciudad de México e incluiría apartamentos, un centro comercial y un museo. Spoiler: la idea se planteó hace más de una década y “sigue en desarrollo”. La construcción en vertical en lugar de en horizontal es costosa, complicada y las ventajas que a bote pronto parece brindarnos el subsuelo no son tan evidentes. Puede pensarse a priori como refugio de frescor, pero también constituirse en zonas de peligro térmico: las redes de transporte, los sistemas de calefacción, el cableado eléctrico que puebla nuestras raíces libera un calor residual que puede provocar islas de calor subterráneo.
Antes que nada habrá que convencernos de que vivir bajo tierra puede llegar a ser una buena opción. Lo hicieron nuestros antepasados y hay ciudades excavadas en la roca, pero para la mayoría de nosotros, luz es sinónimo de bienestar, y oscuridad, de precariedad. Así lo dejaba patente Bong Joon-ho en su película Parásitos (2019), en la que la familia explotada permanecía oculta y silenciada en un semisótano sin luz mientras la familia adinerada disfrutaba del aire y del sol. La pirámide de clases, en una obvia metáfora arquitectónica. Puestos a escarbar, ojalá el modelo a seguir en esto de arañarle a la tierra metros cuadrados para seguir hacinándonos sea siguiendo las consignas del arquitecto Fernando Higueras, quien, a principios de los setenta, se obsesionó con la idea de volver a las cavernas. El resultado fue su “rascainfiernos”, una modélica vivienda en Madrid bajo tierra que goza de silencio absoluto, eficiencia energética, inercia térmica y, sí, una luz espectacular.
¿Seremos alguna vez capaces de mirar el subsuelo sin desconfianza, cuando no directamente, sin horror? En su documental de 2018, La ciudad oculta, Víctor Moreno se adentraba en lo más profundo de Madrid construyendo un retrato perturbador pero también bellísimo de todo cuanto habita bajo nuestros pies y de lo que preferimos saber lo menos posible. Lo que sólo se intuye siempre aterra. De adolescente, cuando nos dedicábamos a debatir absurdos dilemas, ante la posibilidad de un apocalipsis nuclear, una amiga siempre optaba por el búnker. Cualquier cosa con tal de seguir viva, aunque fuera sin luz, racionando alimentos, con pánico al exterior y de manera indefinida. Yo me inclinaba por el diente falso de cianuro. Sigo haciéndolo.
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