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Ciencia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Caminar es tambalearse al borde de un precipicio

Nuestro andar es un juego donde cada paso forma parte de un acontecimiento. Un acto cotidiano que nos traslada a las primeras edades de la humanidad

Museo de Zoología de la Universidad de Cambridge
Montero Glez

Se sabe que Platón definió al ser humano como “bípedo implume”, y que Diógenes, siempre dispuesto a la polémica, agarró una gallina, la desplumó y dijo con desprecio: “Aquí tenemos a Platón”. Ante la guasa, a Platón no le quedó otra que afinar en su juicio, añadiendo a la definición que el ser humano —además de bípedo e implume— tiene “uñas anchas”.

Pero por mucho que Diógenes provocase a Platón, y por mucho que este se esforzase ante Diógenes, la manera de caminar que tienen las aves no voladoras guarda ciertas diferencias con la nuestra. Porque, mientras que las gallinas lo hacen de puntillas, con los dedos agarrándose al suelo, nosotros lo hacemos a golpe de talón, es decir, tocando con los talones el suelo firme, consiguiendo a cada paso una elegante caída controlada donde jugamos con la ley de la gravedad. Por estas cosas, nuestro andar es un juego donde cada paso forma parte de un acontecimiento; un acto cotidiano que nos traslada a las primeras edades de la humanidad.

No deja de ser curioso que seamos el único mamífero que camina sobre dos patas, en este caso, sobre dos piernas, convirtiendo dicha actividad en algo original que el primatólogo John Napier ha definido con una imagen cargada de simbolismo cuando dice que “paso a paso, nuestro cuerpo se tambalea al borde de la catástrofe”.

Si detallamos la acción de caminar, podemos darnos cuenta del complejo proceso que conlleva. Primero, levantamos una pierna que nos empuja hacia delante y, seguidamente, extendemos la otra, apoyando nuestros talones en el suelo y tensando los músculos de la cadera para evitar la caída. Sin duda, la forma de desplazarnos ha dado lugar a nuestro relato evolutivo. Para reconstruir dicho relato el paleoantropólogo estadounidense Jeremy DeSilva ha recorrido las tres esquinas del continente africano —Marruecos, Sudáfrica y Etiopía— indagando en los registros fósiles más antiguos de nuestra especie. Tras el pateo ha dado a la imprenta el ensayo Paso a paso (Capitán Swing, 2024), un trabajo pormenorizado donde nos acerca a las distintas teorías científicas que alumbran los orígenes bípedos del ser humano.

Con su lectura nos damos cuenta de la realidad que nos concierne como especie dominante del planeta, siempre cerca de la caída, del desánimo y también, por qué no, de la teoría de la deriva, esa “técnica de paso ininterrumpido a través de ambientes diversos” que puso en práctica Guy Debord para explicar el mundo y, con ello, realizar su crítica a la vida cotidiana tomando la ciudad de París como un terreno de juego donde cada paseo va a convertirse en un acto revolucionario. Para quien no lo sepa todavía, Debord fue una de las figuras más influyentes de la cultura de raíz política de la última mitad del siglo XX con la fundación en 1957 de la Internacional Situacionista.

“La fórmula para trastocar el mundo no la buscábamos en los libros, sino vagando”, dejó escrito Debord en algún sitio, anunciando con ello la concepción psicogeográfica, o lo que es lo mismo, el estudio pormenorizado de los efectos precisos del medio geográfico sobre nuestras emociones. El paseo como juego y el juego como expresión de la conciencia crítica, en eso se resume buena parte de la acción revolucionaria propuesta por la Internacional Situacionista, el colectivo de vanguardia artística y política que inspiraría el Mayo Francés bajo los mismos adoquines que en su día pisoteó Baudelaire.

Porque Baudelaire fue la viva imagen del flâneur, del paseante atrapado entre su sombra y su destino; del poeta hambriento y sifilítico que deambuló sin rumbo, y sin más objeto que experimentar el transcurso de la vida moderna a cada paso; un altísimo poeta que reclamó la presencia espiritual de ese otro poeta inglés y comedor de opio: Thomas de Quincey, quien, en sus paseos alucinados por Londres, se adentró en el laberinto de su propio “yo” envuelto en niebla de adormidera; las mismas calles frías y suburbiales que poco después exploraría Arthur Machen, novelista de lo oculto, quien también pateó la geografía urbana en busca de sí mismo, de su propio pasado y de los fantasmas que poblaron su existencia.

Pero dejémonos de literatura y echemos la vista atrás en busca de nuestros orígenes bípedos; un camino de dudas; todo un misterio que nos lleva a rascar en las pruebas fósiles que respaldan las distintas hipótesis. Desde aquella, según la cual, la postura erguida se produjo para poder adaptarnos a un horizonte cubierto por la vegetación y así divisar depredadores, hasta la hipótesis que ha popularizado el científico británico David Attenborough y que tiene que ver con el tránsito de los simios a la hora de superar ríos y pantanos, sin olvidarnos de esa otra hipótesis que apunta la ventaja de los brazos y manos libres para así manipular herramientas y, sobre todo lo demás, llevar en brazos a los recién nacidos. Con esto, desde la primera hasta la última hipótesis, hemos trazado una línea a través del tiempo que llega hasta nuestros pies, la extremidad más importante de todas a la hora de ponernos en camino. Siempre en contacto con el suelo, van a ser los que carguen todo el peso de nuestra Historia.

Desde el comienzo de los tiempos, cuando los primeros homínidos bípedos todavía no se impulsaban con los dedos y estos aún conservaban su función prensil, nuestros pies se asemejaban funcionalmente a la garra de las aves para poder aferrarse a las ramas de los árboles. Con los siglos, nuestros dedos se han ido acortando, al contrario que las plantas de los pies que, con el tiempo, han ido alargándose y curvando para así impulsar nuestros pasos igual que un resorte.

Gracias a la ciencia, el mundo se ha convertido en respuesta. Pero hubo un tiempo en el que no fue así; entonces el mundo era pregunta y los dioses siempre tenían la última palabra. En El banquete, Platón nos presenta a Aristófanes recreando en su discurso el mito de nuestra evolución, cuando los humanos teníamos cuatro piernas y cuatro brazos, además de dos caras. Fue Zeus, dios de los cielos y soberano del Olimpo, quien nos partió por la mitad. El remiendo lo realizó Apolo, quien nos anudó el ombligo con el hilo sobrante. Desde entonces vagamos por el mundo buscando nuestra otra mitad, que es lo mismo que decir: “Buscándonos a nosotros mismos”. Visto así, Baudelaire, Thomas de Quincey y Arthur Machen no andaban descaminados. Tampoco Guy Debord explorando rutas arbitrarias en sus paseos emocionales por el corazón de las vanguardias.

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Sobre la firma

Montero Glez
Periodista y escritor. Entre sus novelas destacan títulos como 'Sed de champán', 'Pólvora negra' o 'Carne de sirena'.
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